La puerta del conocimiento

Cuando cerró de un portazo, sentí una contractura en el psoas iliaco que me dificultó salir corriendo a insultarle por la ventana. Arrastré mi pierna derecha dolorida y me senté en el suelo, sobre la alfombra donde arranqué a llorar y a gritarle improperios que ya no le alcanzarían al menos físicamente, cabrón, hijoputa, mamonazo. Sabía por experiencia la facilidad con que los músculos se contraen y la dificultad que luego tenemos para volverlos a relajar, un largo trabajo en el que fracasan los antiinflamatorios, los masajes, los vanos intentos de relajación del cuerpo y de la mente, el sueño alterado y la vigilia ácida.

Sabía que en algún lugar de mi cuerpo, probablemente en el cerebro, existiría un botón de reseteo que volvería todo a su ser de paz o de luz, exactamente en el punto anterior en el que empecé a ser una mujer desdichada o sufridora: quién me mandaría a mí liarme con Paco. Busqué en mi interior, pregunté a los hermanos mayores, imploré a Google y finalmente decidí ir a clase de pilates.

Según mis conocimientos básicos, Pilates era un tipo que, sin conocer a Paco, sufrió muchos padecimientos y no sólo aprendió a resolverlos sino que creó un método de estiramiento, flexibilidad y fortaleza que hoy tiene seguidores en todo el mundo.

Iba yo otra vez perpleja de la vida con mi encogimiento, que ya afectaba a las zonas lumbar y cervical. Recordé una conversación sobre las leyes de la naturaleza, si no haces las cosas bien no podrás estar nunca bien, un decreto que, según algunas interpretaciones, obliga al ser humano a reconcentrarse en una caverna al abrigo de brutales interacciones e intemperies. No entraba en mis planes buscar más cuevas donde esconderme del resto de los humanos y de los problemas regalados que suelen aportar a mi cerebro, mis lumbares, mis rodillas y, una vez más, decidí tirar hacia delante: debía seguir aprendiendo.

Me apunté a un gimnasio donde ofertaban clases de yoga, pilates y otras muchas disciplinas nuevas que me sonaban a chino y que no estaba dispuesta a investigar ahora, qué pereza. La profesora de pilates me pareció directa e intuitiva, como el bambú, flexible e inflexible, profesional, con una larga trayectoria en el conocimiento del cuerpo y el resto de los oscuros designios de bosques llenos de ramas que se van abrazando hasta impedir el paso de la luz. Llena a ánimo y de paciencia, llevaba a cabo un trabajo abierto, sin más rodeos que los necesarios para explicar por dónde doblan algunas articulaciones, cómo estiran algunos músculos acortados y la manera de generar atmósferas que envuelven al ser en la añorada y esquiva nirvana del cuerpo y de la mente. Una unidad añorada.

Lo importante es que todos salíamos de la clase mucho mejor de cómo habíamos entrado pese a realizar duros ejercicios que nos obligaban a quejarnos, resoplar, gimotear, aceptar el esfuerzo y reconocerlo ante el resto de los compañeros. Aprendíamos a comprimir y relajar, estirar y encoger y descubríamos la desdichada vida que le habíamos dado a algunas zonas básicas y olvidadas de nuestro cuerpo: ¿cómo no íbamos a estar doloridas si no permitíamos a huesos, músculos, tendones, pensamientos su espacio para vivir libremente?

Era, en algunos casos, el "está duro de lo que se ahuyenta", el miedo; en otros, apretar muy fuerte, muy duro, convertir el futuro en una piedra, una opacidad donde no pase nada para intentar evitar así alguna desgracia: ¿quién nos dijo que oprimiendo, cerrando, encogiendo evitaríamos la caída de la bolsa o del hijo, el accidente fortuito, las malas noticias? ¿Quien nos dijo que apretando íbamos a resolver mejor las cosas? ¿Quién nos hizo pensar que nosotros somos nuestros problemas?

Estirar no es tensar: es relajar.

Feliz 2013 bailadores, yogueros, pilateros y pilateras.

Gloria Gallas