Los desaparecidos

Cuando pasa el tiempo, los desaparecidos quedan en la memoria de los conocidos y en las fotos que permanecen de ellos.

Poco a poco, sus risas, su olor, el tono de sus voces, la evolución natural de sus peinados y sus físicos, las arrugas de sus rostros, todo eso tan caduco que hace viva a una persona en la memoria, queda reducido a la textura perenne de las imágenes congeladas.

El desaparecido que pervive en una fotografía alcanza la plenitud de su identidad cuando el espectador es alguien que nunca llegó a conocerle. Entonces no hay cabos que atar, no existe la expectativa de que los recuerdos reales concuerden o no con el personaje irreal que es cualquier personaje atrapado en un instante, sobre una hoja de papel o sobre un archivo digital, tanto da.

Es en ese momento cuando empieza una nueva vida. Una por cada mirada que lo contemple. Su imagen es una primera sílaba. Su gesto, una caligrafía que estimulará sensibilidades, alentará prejuicios, espoleará deseos, quizás odios. El personaje dibujado por las sales de plata o por los píxeles despertará curiosidad o puede que pase desapercibido en una suerte de anonimato en el universo por imaginar.

Es extraña la vida de un retratado en los sueños de los presentes. Navega sin consciencia, surca las tormentas emotivas o la incertidumbre. Se aferra a las memorias ajenas, como una espiga lanzada por el viento se clava en un abrigo de lana, sin saberlo.

Mientras, allá donde esté, allá donde no es un desaparecido, se ha vuelto otro. Es un viejo, o simplemente otro. El tiempo hace eso. También puede ser que solo queden de él un montón de huesos.

Si aquellos a los que la imagen del desaparecido motiva pudieran ver esos huesos, qué desastre poético sería.

JMCuellar