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BLOGS. Relatos Bestiales
Ángel Alcalde

22.08.2017

Memoria sexual de una estudiante (30 primeras entregas)

22.08.2017

Relatos Bestiales por Ángel Alcalde

comentarios

 

 

 

El proceso sexual,

 o sea, el proceso biológico

 expansivo del placer, es el proceso

vital productivo per se.

(Wilhelm Reich)

Me llamo Carolina White y soy americana, de Boston. Veintitrés años, alta, delgada y estilosa. Ojos claros, media melena, pelirroja y buena estudiante. Me gusto, es evidente. Recién graduada en Filología Hispánica, llegué a España para hacer mi tesis doctoral sobre algo que me apasiona: El Teatro del Siglo de Oro Español. Soy de familia conservadora, pero mi talante es muy liberal, sobre todo en los asuntos de sexo.

En este sentido tengo que decir que en el Instituto de enseñanza secundaria, comenzaron mis primeros escarceos amorosos. Después, en el Smith Colleges, la Universidad solo para mujeres de Massachussets, ya hacía yo mío un pensamiento de Anaïs Nin: Cualquier forma de amor que encuentres, vívelo. Pero fue en España, en Madrid, donde me consolidé como un putón verbenero, donde empecé a vivir el sexo en su máximo esplendor, a entenderlo siempre como un punto de partida, nunca como una meta…

Mi aventura sexual española comenzó al día siguiente de mi llegada. En Madrid me esperaba Ann Secret, compatriota y compañera de Universidad, que también hacía su tesis en el ámbito de la medicina. Ocurrió que, por pura casualidad, nos sentamos a tomar una copa en un espacio mítico, el Café Gijón, sitio muy frecuentado por actores, escritores, políticos, etc. Un local con mucho encanto.

Picamos algo de comer y las copas fueron más de una. Se notaba que éramos nuevas en el lugar y tal vez por eso, pasada ya la media noche, aparecieron dos jóvenes, bien parecidos, con ese aire inconfundible de la bohemia española. Nos pidieron permiso para sentarse con nosotros y, encantadas, iniciamos una conversación que empezó con la banalidad lógica en unos desconocidos, pero que luego derivó a temas concretos y que acabó completamente desmadrada hablando de sexo y otros temas allegados…

Nuestro guión no estaba escrito y pasó lo previsible. Acabamos follando los cuatro en la habitación de un hotelucho de ínfima categoría. La noche resultó inolvidable. Fueron muchas las sensaciones que empecé a vivir, acompañadas siempre de ese aire de libertad imprescindible para el buen gobierno del cuerpo.

Para empezar hay que decir que fue la primera vez que me comieron el coño como debe ser, con seriedad, con generosidad, con maestría, con imaginación… Aquella noche me corrí varias veces. Fui taladrada por detrás y por delante, masturbada y lamida por todos lados. Mi cuerpo parecía flotar por aquella habitación tan pequeña y tan lujuriosa. Ann iba a la zaga pero siempre entraba al trapo de su amigo.

Aquellos chicos resultaron ser periodistas y con ellos conocimos, aparte de las técnicas amatorias que tanto nos gustaban, un país que, culturalmente, merece la pena. Daba gusto mezclar los poemas de Quevedo o de Lope, con el sudor de nuestros cuerpos fatigados de tanto follar. Tan pronto investigábamos los enredos del Teatro Clásico, como los pliegues de nuestra piel…

Nuestros paseos culturales eran frecuentes por el centro de Madrid. Se nos podía ver visitando un estatua de Cervantes, o un convento donde en su fachada hay una lápida de mármol en honor del mas glorioso hombre de letras español. En la famosa zona literaria han vivido, aparte de Cervantes, Quevedo, Lope, Góngora…

 

Fijé mi residencia en Madrid en la calle Gaztambide, en el barrio de Arguelles, cerca de la Complutense, al ser esta mi universidad de acogida para hacer el doctorado. Rápidamente me reuní con mi director de tesis, con dramaturgos, críticos literarios, directores de teatro y con profesores de Filología Hispánica. No había tiempo que perder.

Me veía con Ángel (mi primer amigo de cama) de forma regular, y follábamos en su casa o en la mía. Ángel viajaba mucho por motivos de trabajo y eso hacía que la relación no se viciara por exceso de peso sentimental. Ello me permitía alternar con otras personas, fundamentalmente más vinculadas al mundo de mi formación.

Un día, tras despachar con mi director, me hizo ver su deseo de invitarme a cenar en su casa, para que pudiera apreciar sus cualidades de cocinero. En realidad lo que quería era echar un polvo conmigo. Se lo dije y me lo confirmo:

—No hay quien te engañe, eres más lista que el hambre…

—Yo voy, pero si no me gusta la cena, de follar ni hablamos…

Mi director de tesis se llamaba Rafael y era un catedrático reconocido prestigio. No parecía, sin embargo, un amante adelantado. Su mujer también era profesora y se encontraba en Brasil en un congreso. Tardaría dos semanas en volver, así que hicimos una buena cena y follamos con tranquilidad.

Tras el polvo de reconocimiento, que no estuvo mal, pasamos a una fase en la que yo tomé la iniciativa. Cogí su polla, me la metí en la boca y me ofrecí en una postura ideal para iniciar un bonito “sesenta y nueve”. Su polla semiflácida se endureció nuevamente al contacto con mi lengua y mi saliva. Mi compañero merodeaba por mis muslos, pero le notaba ciertos remilgos al encararse directamente con mi sexo y tuve que llamarle la atención. Le dije que se dejara de rodeos y que hundiera su lengua en mi vagina hasta que yo dijera basta. Que la moviera a mil por hora por los confines de mi clítoris hasta dejarlo deshecho. Que se olvidara de la Universidad, de su mujer y de mi tesis.

Me hizo caso y yo le respondí llevándolo, otra vez, hasta el séptimo cielo, cuando su caliente semen inundó mi garganta y me tragué hasta la última gota.

Nos vimos al día siguiente en el Gijón. Rafael preparaba un seminario sobre el Siglo de Oro que se celebraría en el marco del Festival de Teatro Clásico, en la ciudad de Almagro, y había convocado allí a distintas autoridades académicas del tema. Rafael quería que yo asistiera en calidad de secretaria del seminario.

La reunión, convocada a media tarde, se alargó hasta bien entrada la noche. Hablan mucho los profesores. A mi me apetecía quedarme a solas con Rafael, quería volver a follar con él y se lo dije al oído. Algo debieron entender los demás porque, a partir de ahí, se marcharon enseguida. La doctrina es importante, y si se remata con un buen polvo, mucho mejor.

Cuando nos dirigíamos a su casa, me halagó el oído:

—De todas mis alumnas de doctorado, no solo eres la más hermosa, también eres la más brillante…

—Y la más perversa –dije.

—Digna de haber sido pintada por Julio Romero de Torres –dijo Rafael.

La verdad es que yo recibía encantada estos piropos, aunque no me los creía. La calentura amorosa hace muchos poetas…

Llegamos a la cama. Mis dedos y sus dedos recorrían nuestros cuerpos recreándose en el tacto. La madre naturaleza, que es muy lista, sabe que mientras más nos tocamos, mucho mejor para nuestras penurias existenciales. Mis dedos llegaron a su polla, después mi lengua, la agité bien dentro de mi boca y se corrió otra vez en mi garganta.

Me gusta esa crema espesa y especial que sale de los hombres. Puse su cabeza entre mis muslos y su lengua me prestó los servicios necesarios para hacerme entrar, una vez más, en las maravillas del sexo. Me lamió el coño y el culo, bien lamidos, hasta que me corrí. El clítoris, bien trabajado, es una autentica casa de placer.

Terminamos la sesión follando de forma tradicional y acabamos agotados.

 

Les propuse a Ángel y a Ann, viajar a Pamplona, a los San Fermines, tan conocidos por los americanos por Hemingway, tan aficionados a los toros y a Pamplona, que dejó escritas grandes obras literarias sobre el tema. Me apetecía ir a los toros y recorrer los sitios señalados por el escritor. Ángel hizo ajustes en su trabajo para poder disponer de unos días. Lo consiguió y fue un viaje único, por muchas cosas…

Hicimos uso y abuso de la casa de unos famosos viticultores amigos de Ángel. En esas fechas encontrar hotel en Pamplona es imposible. El espíritu sanferminero es el espíritu de la libertad, de la pasión, superando al de las fiestas navideñas en las que hay que ser buenos por obligación. En Pamplona la libertad fluye por todos lados, es el lado bueno de la tolerancia, de la sinceridad, el marco ideal para que Hemingway se sintiera mejor que en su propia casa.

El escritor llegó a Pamplona en 1923 y los Sanfermines calaron tan hondo en él, que no paró de ir hasta 1959. Durante sus estancias era frecuente verlo en cualquier terraza, acompañado de sus amigos toreros, de pamploneses o grandes actrices de Hollywood. En alguna ocasión corrió el encierro y toreo becerros, no solo en el coso pamplonés, sino en las fincas de amigos ganaderos.

La locura es total en estas fiestas. Ann estuvo besándose y metiéndose mano con algunos desconocidos. Decidió llevarse a la cama a uno de ellos, un banderillero, pero en el camino a nuestra casa prestada lo perdió. Luego se metió en la cama con Ángel y conmigo. Ya habían dado las tres de la madrugada.

El cansancio parecía vencernos, pero aparecieron las ganas de follar y lo hicimos. Ángel se tumbó y se dejó hacer. Ann le comió la polla y consiguió que se corriera en su boca. Luego se la comí yo pero fracasé, no conseguí que se corriera. Me la metió a duras penas, casi dormido, y llegué al orgasmo gracias a que mientas yo cabalgaba sobre él, Ann, me acariciaba el clítoris con sus dedos.

No fue posible levantarnos para ver el encierro. Abrimos los ojos a las doce del medio día siguiente.

 

Pamplona había vuelto a explotar tras el encierro, a pesar de ser el penúltimo día de la feria. En la calles no cabía un alfiler, casi todos borrachos, abrazándose a las farolas, follando en cualquier jardincillo y llorando desengaños de última hora. Todo el mundo en Pamplona ama y se siente amado. Aquel día yo follé hasta en los lavabos de un bar, sin hablar una sola palabra con mi follador. Y tan pancha…

Fuimos a ver los toros en los corrales de la plaza. Otro espectáculo. Estaba emocionada. Allí estaban los toros que iban a morir aquella tarde. Toros enormes, con el color de la muerte en sus afiladas astas. Algunos lucían la sangre roja de los mozos que habían herido en el encierro de la mañana.

Autoridad competente, banderilleros y apoderados, rodeados de cientos de aficionados, disponían las cosas para que todo discurriera por la tarde conforme a las normas establecidas. Se hicieron los lotes, se sortearon, se encerraron a los toros en sus correspondientes chicheros, y todo el mundo se fue a seguir la juerga. Los que no salían de sus habitaciones eran unos extraños hombres que, a las siete en punto de la tarde aparecerían por el callejón del miedo ante muchos miles de personas expectantes. Son hombres raros los toreros, capaces de llevar el amor y la belleza ante las puntas de la muerte. Capaces de crear y comunicar, en un hálito insospechado de grandeza, un mundo mágico…

Me alegré de ser un puntito dentro de esa marea humana que llenaba la plaza de toros, esperando ser herida en mi retina, por algún lance cargado de belleza. Disfruté mucho del espectáculo, de sus matices. Algún torero consiguió trofeos, pero fue lo de menos. Me quedé con los detalles de los que no consiguieron nada…

 

Apuramos bien la noche, como siempre. Comimos y bebimos a placer, siempre amparados por nuestros anfitriones, gente bien posicionada en la sociedad Navarra. El grupo se acabó deshaciendo con las primeras luces del día. Nos fuimos a casa a descansar un poco, que falta nos hacía. Me duché y al llegar a la cama me encontré con un tipo que no era Ángel, era un desconocido. Ángel y Ann ya lo habían visto anteriormente y se habían ido a otra habitación sin darle más importancia. Pero yo no me fui. Me quedé allí con el desconocido y, medio dormido y atolondrado, me lo follé.

Comencé besándolo con calma y después con cierta violencia. Cuando estuve bien mojada, me metí su polla hasta lo más hondo de mi vientre. Todo lo tenía que hacer yo. El colaboraba más bien poco. Pero no me importaba. Yo me lo quería tirar y lo conseguí. Hasta me corrí con cierto aparato sonoro. Cuando lo desmonté, le comí la polla, pero él ya estaba otra vez soñando y yo me dormí con su aparato en la boca…

Mi sueño duro poco más de una hora. Me levanté poco antes de que empezara el encierro. En la casa todos dormían y me fui sola. Me costó trabajo llegar al tramo de empalizada conocido como telefónica, pero lo conseguí. Me encaramé a ella y, a las ocho en punto, la riada de gente se hizo peligrosa. Tanto que de pronto fui empujada y acabé dentro del recinto, es decir, por donde dentro de unos segundos iban a pasar los toros sembrando el terror en muchos miles de personas.

El pánico se apoderó de mí. Intenté salir de allí como pude pero fue imposible. Mientras más espacios buscaba, menos encontraba. De repente el griterío aumentó. Miré hacia atrás y vi a la marea humana venir hacia mí. Comencé a correr con ellos esperando encontrar alguna salida por algún lado hasta que me sentí golpeada y lanzada con violencia hacia el suelo. Al parecer fui arrollada por uno de los cabestros que encabezaba la manada. Intenté levantarme pero otro golpe, más fuerte aún me volvió a estampar ahora contra la empalizada. Después ya no sentí nada.

Me desperté en el hospital. Había sido operada de una herida por asta de toro en la región lumbar. Pronostico leve, concluía el parte médico. También tenía heridas en la frente y en el hombro, producidas por los golpes. La peor información me llegó de los propios médicos del hospital. Me dijeron que toros y corredores fueron pasando junto a mi cuerpo, ya sin conocimiento. De pronto alguien, un mozo de Madrid, intentó recogerme y ponerme a salvo llevándome al abrigo de las tablas. Pero llegó el último toro, separado de los demás, y le corneó. El derrote seco del animal no encontró mi cuerpo, pero sí el de aquél joven que me tenía en sus brazos. El cuerno entró por su frágil cuello y le llegó hasta un pulmón. También le segó la aorta. Murió antes de que llegaran las asistencias.

 

Pamplona y sus fiestas pasaron y los días siguientes no fueron los mejores de mi vida. La muerte del joven madrileño me dejó muy tocada, así que intenté centrarme en los estudios. Mi director de tesis me veía en un estado calamitoso. Seguramente por ello me envió a Almagro, donde ya había comenzado el famoso Festival de Teatro Clásico, y donde unos días más tarde tendría lugar el seminario organizado por él y sus compañeros de facultad. Yo me había caído del cartel de secretaria del mismo…

Me alojé en el Parador de turismo, antiguo convento franciscano y que tiene mucha historia entre sus muros. En su restaurante a cielo abierto, conocí a Jaime, actor de la Compañía Nacional. Estaba en vísperas del estreno de su obra y yo tenía tiempo.

Jaime era un galán cuarentón, interesante a primera vista. Tomamos la primera copa en el restaurante y luego callejeamos por el pueblo engalanado, orgulloso de ser el soporte de aquel magno festival. También se hospedaba en el Parador y acabamos en su habitación donde olvidamos a Cervantes y a todos los demás. Hablamos de los valores de la carne al rojo vivo, de los medicinales polvos entre sábanas de Holanda o entre la amarilla genista. Hablamos de la masturbación y nos masturbamos el uno delante del otro y el uno al otro…

Desnudos y ensalivados, follamos mirándonos a la cara. Nos excitamos mucho y nos corrimos tanto que aquello parecía un río de semen. Su leche inundó mi boca y mis pechos y, tras un descanso fundamental, me anunció que estaba dispuesto a concluir aquella hermosa función, taladrándome por el culo. Me lubricó como era menester y aquel pollón se envainó en mi orificio trasero causándome un dolor altamente placentero. Fue un polvo salvaje de los que gusta comentar. Salí de la habitación con la idea de que habría nuevos encuentros de aquella naturaleza entre el actor y yo.

 

La estrella de Sevilla, atribuida a Lope de Vega, era la obra que representaba Jaime. Fui a verlo y me pareció un buen actor. Cuando acabó la obra me senté a tomar algo en la plaza del pueblo y me dispuse a disfrutar viendo sin ser vista, perdida entre tanta gente… Pensé en Jaime, en la remota posibilidad de que nos viéramos aquella noche, pero tampoco me importaba demasiado. Hay cosas peores que irse sola a la cama. En cualquier caso, seguro que una buena paja caería. O más…

Dándole vueltas al asunto de las pajas, recordé un poema que hablaba de ello: ..."acaríciate el vientre y el ombligo, pero no olvides los pezones; mastúrbate, que tus piernas se abran y se cierren… gime, grita…"

Jaime apareció para interrumpir mis pensamientos masturbatorios. Me dijo que iba a comer algo con los demás actores de la compañía.

—Si te apetece pasar por mi habitación, hazlo –le dije.

El actor llegó a la habitación y lo recibí completamente desnuda. Me tumbé en la cama boca arriba y se fue hacia mi coño sin quitarse la ropa. Me lo comió impecablemente y me corrí dos veces. Estuvo generoso en este primer trabajo de la noche. Después se desnudó y su aparato lucía ya con gran esplendor. Que delicia. Se la chupé pero no dejé que se corriera en mi boca. Me apetecía más que lo hiciera en mi vientre. Quería sentir como entraba y salía dentro de mi coño mientras los músculos de mi vagina lo estrujaban…

Nos corrimos juntos y, como fin de fiesta, le comí los huevos y relamí las gotas de semen que había por la zona. Tras unas caricias seguidas de momentos de gran ternura, se marcho. Era un hombre serio y Lope muy exigente…

 

Almagro se acabó. Hubo mucha doctrina y mucho sexo. Con Jaime solo quedé en que nos llamaríamos alguna vez. Mi director de tesis me veía cuando podía. No era muy innovador en los asuntos de cama, pero yo me acostumbré a él, y no le pedía mucho más. Un día me llevó a un acto sobre literatura infantil, presidido por la ministra de Educación. En los vinos de honor que siguen a estos actos, a veces, se conoce a gente interesante. Y eso fue lo que paso. Mientras Rafael y la ministra hablaban sin parar, yo lo hacía con un joven de pelo largo y lacio, más guapo que feo…

—¿De donde sales? –pregunté.

—No tengo nada que ver con mundo universitario. He venido con un amigo que es profesor ayudante en la facultad de letras.

No hubo necesidad de seguir hablando, nos miramos a los ojos, como se miran de vez en cuando las personas que se gustan a primera vista, y desaparecimos de allí.

—¿En tu casa o en la mía? –seguí preguntando

—La mía está cerca –dijo.

—Pues al abordaje.

Vivía en una buhardilla cerca de la Plaza de la Ópera. Había que subir cinco pisos a patita, pero no importaba nada, íbamos hacia una victoria segura…

Follamos con imaginación durante un buen rato. Hubo tiempo para todo, hasta para la ternura y para esos afectos que tantas veces la vida nos niega. Nos miramos como se miran las personas que se beben la vida a sorbos… Saboreamos el silencio del bueno, el que se elige. Disfrutamos mucho de las pequeñas cosas de aquella estancia y nos despedimos a la mañana siguiente sin preguntarnos siquiera nuestros nombres. No nos prometimos nada.

 

El rector de la Universidad y Rafael habían quedado en una cafetería de la calle del Pintor Rosales. Cuando acabó la reunión, me llamó y pudimos disfrutar de un bonito atardecer en una terraza cercana. Por la noche nos fuimos caminando hacia el Café Central, al lado de la plaza de Santa Ana. Allí habíamos quedado con otros amigos para asistir al concierto de un profesor de derecho penal metido a músico de jazz. No tenía ninguna confianza en aquella actuación, pero me equivoqué. Fue muy buena…

El ambiente era muy agradable y distendido. El local estaba lleno, pero sin agobiar demasiado. Los amigos pecaban de generosidad y las copas aparecían como por arte de magia. El músico y su novia, japonesa, se unieron a nosotros y nos fuimos a tomar la penúltima a un garito de Tirso de Molina que cerraba cuando salía el sol. Con las primeras claras del día apareció el cantautor Joaquín Sabina. Le invitamos, se tomó zumo de naranja y, al final, me fui con él a su casa, con gran cabreo de Rafael.

 

Estuve en casa de Sabina hasta bien entrada la tarde. Cuando desperté él ya no estaba. Me dejó una nota en la que decía que se iba a trabajar y que volvería tres días más tarde. Que si quería esperarlo que lo hiciera, que en la casa había de todo, hasta una asistenta que iba cada tarde a poner orden.

Le anoté mi teléfono por si algún día quería llamarme y me marché. Me entretuve en callejear un poco y acabé otra vez en la plaza de Santa Ana, en la terraza de la cervecería Alemana. Ocupé la única mesa que había libre. Antes de acabar con la segunda caña se me acercó una señora y me preguntó si podía sentarse conmigo. Dudé, pero al final le dije que si.

—Me conocen por la flaca –me dijo—y ando por aquí con frecuencia. Siempre busco la compañía de alguien, pero en la mayoría de las ocasiones soy rechazada y acabo sola dándole vueltas a mi cabeza. ¿Me equivoco si te digo que no eres española?

—No. Soy americana, de Boston, pero estoy enamorada de España, de su cultura. Bueno, y de otras cosas…

Tenía aspecto de estar de vuelta de todo a pesar de buscar la proximidad en un momento dado. Sus ropas no eran el último grito de la moda, pero su persona no causaba rechazo, más bien al contrario. Tenía amigos en la zona. Sin ir más lejos, los camareros de la Alemana la cuidaban y hasta la alimentaban.

—A veces –dijo—, se la chupo a alguno de ellos, pero no es por pagar ningún favor, es porque me gusta y porque me siento valorada cuando me lo piden.

Durante mucho rato estuvimos comiendo y bebiendo en aquella terraza. Y nos reímos de lo lindo. De los demás y de nosotras mismas. Tenía estilo la flaca, ganas de vivir. Posiblemente habría cumplido ya el medio siglo, parecía mi madre. Era dulce, agradable y culta.

Sobre las tres de la mañana, cuando la zona ya era pasto de gente poco recomendable, me invitó a subir a su casa, a pocos metros de allí. Al entrar en el oscuro portal tuve miedo y a punto estuve de retroceder. Pero la flaca insistió. El apartamento era minúsculo, unos quince metros cuadrados ocupados por una cama, una mini cocina y otro mini cuarto de baño. Eso sí, muy limpio todo.

—Vivo aquí desde hace ya unos añitos. Lo cogí en un estado lamentable, pero ahora se puede estar… Por aquí no pasa mucha gente, pero tiene su historia…

Aquel diminuto sitio era, en efecto, algo magnético, desprendía buenas vibraciones.

—Eres una mujer muy hermosa –le dije—, en esa cabecita seguro que habitan innumerable historias.

—Pues la verdad es que si hay historias en mi vida –contestó—, alguna vez tendré que ponerlas sobre un papel para recordarlas cuando ya sea más viejecita

—Lo mejor está por llegar, seguro –concluí.

Tras varios cafés, muchas palabras y una ducha reparadora, nos tumbamos juntas en la cama. Estábamos cansadas. Pero las caricias no se hicieron esperar. Yo empecé un poco torpe y nerviosa, pero ella me lo hizo muy fácil. Me dijo que era bisexual de toda la vida y nos metimos de lleno en el sabor de los cuerpos. Muchos besos apasionados y entrega total… Lo pasamos muy bien. Yo descubrí hasta el último pliegue de su piel, esos pliegues que, seguro guardaban grandes secretos de amor. Nos estremecimos varias veces a lo largo de la noche.

—Adoro el sexo –dijo—, sobre todo cuando no es rutinario, cuando mantiene su poder y su magia. El sexo hay que nutrirlo de aventura, de curiosidad, de ambición…

Tras esta conversación entrecortada por tiernos besos, nos entregamos al sueño. Cuando desperté ella ya no estaba. Se repitió la escena de la casa de Sabina, pero sin nota. Eran más de las siete de la tarde. Me duché, me arreglé un poco y esperé. Pasaron unas horas y la flaca no volvía, así que le anoté mi teléfono en un folio y me marché.

 

Rafael me invitó a cenar en la terraza del restaurante José Luís, en la calle Serrano. Intentó que le contara más cosas de mi encuentro con Sabina, pero le mentí un poco. Nos fuimos pronto y cada uno por su lado. Seguía enfadado conmigo, pero yo lo prefería así y no alimentar ciertas posibilidades, que él, seguro, abrigaba conmigo.

Los días siguientes estuve dedicada por completo al estudio. Sin embargo el recuerdo de la flaca y su casita permanecían en mi cabeza, de tal forma que un día decidí volver, me apetecía verla. Fui a la Alemana, pero nada. Le pregunte a los camareros y me dijeron que la última vez que la vieron fue conmigo. También me advirtieron que era normal en ella aparecer durante una temporada para luego desaparecer por meses, incluso años.

Di aquel asunto por concluido hasta que un buen día fuimos a comer a un restaurante en la calle Pintor Rosales, Rafael y yo. Celebrábamos el final de un Congreso Internacional de Cervantistas. Había preparada una cena con todos los ponentes, pero nosotros decidimos hacer la guerra por nuestra cuenta. El restaurante estaba lleno, era de los de reservar.

Durante la cena llegaron a mis oídos, provenientes de una de las mesas aledañas, unas palabras en cuya tonalidad creí reconocer a la flaca. La busqué con la mirada y hallé a una mujer que hasta se le parecía físicamente. Pero abandoné aquella idea. Se trataba de una mesa compuesta, aparte de por ella, por el director y el consejero delegado de uno de los más importantes medios de comunicación de España. No podía ser ella.

 

Los días pasaban. A Rafael se le pasó el enfado conmigo y procuraba verme cada vez con más frecuencia. No sé como disfrazaría sus encuentros en su casa, pero estaba más tiempo en la mía. Follábamos mucho y me contaba las intrigas universitarias por el poder, los malos rollos de siempre entre gerencia y sindicatos, y las relaciones personales en un mundo tan complejo y tan creído como el universitario. Me contó, entre otros, los líos del rector, aunque salían muy caros. Hasta llegó a montar una fundación de la universidad en otro país y colocar al frente de ella a una de sus mejores amiguitas.

Un día me llevó a cazar. Se trataba de una montería en los Montes de Toledo. Era la primera vez que iba a un asunto así. Me fascinó todo menos lo de matar a los animales. Aquel paisaje invitaba a todo, fundamentalmente a follar. Rafael, intuyendo mis apetencias, buscó un claro del monte y allá que nos fuimos. Follamos sobre un lecho de jaras y hojarascas que recordaré por mucho tiempo. Tuvimos que parar cuando se soltaron los perros y los ciervos y jabalíes comenzaron a aparecer por todos lados.

 

Rafael y el rector se fueron a Colombia. Tenían que firmar convenios de intercambio de profesorado y de investigación, con un par de universidades. Me tenía al día, cosa que me molestaba y decidí no contestar a sus correos. Ya hablaríamos cuando volviera a Madrid…

Llamé a Ángel, al que hacía tiempo que no veía y eso me apetecía ahora más que cualquier otra cosa. Quería volver a caer en sus amorosos brazos. Que hiciera conmigo lo que quisiera…

La casa de Ángel estaba en un barrio de no muy buena reputación: San Blas. Él quería vivir en el centro de la ciudad, pero su economía no era boyante y se tenía que aguantar. Por lo menos era de su propiedad, herencia de su madre. Le conté mi asunto con el actor en Almagro y se alegró. Era lo que más me gustaba de él, quería que yo fuera feliz y no me importaba contarle mis lances amorosos. Siempre los apoyaba, aunque también me aconsejaba si notaba algo raro en alguno de mis nuevos amigos.

Pasadas las confidencias le propuse un poco de masoquismo y lo até a la cama de pies y manos, en forma de cruz y comencé a ponerlo cachondo untándome mermelada en los pezones con mis dedos pulgares. Luego me chupaba mis propios dedos y le ofrecía las tetas, pero se las retiraba antes de que su lengua pudiera alcanzarlas.

Me subí en su cuerpo y lo recorrí con mi lengua y con mi coño por todos lados. Ángel se empezó a impacientar y me pidió cosas que no hice.

—Hay que sufrir un poco, amigo –le dije—lamiéndole la polla, pero sin llegar a metérmela en la boca.

Su polla alcanzó su plenitud, pero la abandoné para ofrecerme con el coño a sus labios y su lengua. Ahora sí le deje alcanzarlos y me lo comió tan bien que me corrí muy pronto. Entonces lo liberé e hizo de la postura del misionero, una obra de arte. Daba gusto verlo follar con aquellas ganas. Los envites eran suaves unas veces, tremendamente agresivos otras. No pude reprimir los gritos cuando empecé a correrme de nuevo. Me dejé caer sobre él medio desmayada, al notar su río de semen corriendo sobre mis nalgas. Cuando me la sacó rebusqué en su polla las últimas gotas de leche y las sorbí muy gustosamente.

Nos abrazamos y nos quedamos dormidos al poco tiempo.

 

A las siete de la mañana empezamos a oír tiros muy cerca de la casa, a solo unos metros. Nos asomamos por la ventana de la habitación y pudimos ver a varias personas (hombres y mujeres) que se descolgaban desde una terraza del segundo piso. Huían de los polis que acababan de entrar echando la puerta abajo. Otros policías los esperaban en la calle y disparaban contra ellos. Que yo sepa cogieron a uno al que le destrozaron un pie de un disparo. Ángel pensó hacer alguna foto pero desistió…

Nos volvimos a meter en la cama tras aquel desagradable episodio. Cuando todo volvió a la calma, volvimos a comernos los cuellos, las orejas el coño, la polla… Ángel cogió la crema lubricante de la mesita de noche, me la aplicó en el culo y me la clavó bien clavada. Al mismo tiempo me metía los dedos en el coño, completamente encharcado. Lo removía como un maestro. Fue delicioso. Aquello me alejaba del mundo real, me llevaba a otra dimensión.

Nos levantamos a la hora de comer y tras una conversación sobre la necesidad de hacer un manual de todos los vicios, nos entregamos a nuestras habilidades en la cocina, porque, como decía Cervantes, las cosas más importantes de la vida se fraguan siempre en la oficina del estómago.

Ann, me propuso que la acompañara a Londres. Tenía que ver a unos familiares. Era una imposición de sus padres. Así que nos fuimos a pasar una semana, aunque le puse una condición: que nos alojáramos en un hotel.

Cuando llegamos a Londres decidimos que lo de visitar a los familiares, lo dejábamos para el final. Teníamos ganas de follar, aunque Ann tenía ciertos reparos porque andaba medio enamorada del amigo de Ángel, el primer chico con el que folló en Madrid, y con el que también salía de vez en cuando.

—Venga tía, que no hay peor polvo que el no se echa –le dije.

Nos pusimos guapas y nos fuimos a tomar algo al Soho, el barrio londinense donde conviven en armonía los ricos y los pobres, artistas, empresarios, gays y un largo etcétera. Callejeamos un poco y nos encontramos con el famoso Ronnie Scout´s Jazz Club, uno de los mejores sitios de Jazz. Por allí han pasado todas las glorias de este tipo de música y, además, se puede cenar mientras la disfrutas.

Lo pasamos bien, aunque bebimos más de la cuenta, pero el ambiente era tan envolvente que nos dejamos llevar. Conocimos a dos actores puertorriqueños que estaban en Londres ensayando una obra en el Shakespeare Théâtre. Quedamos en vernos a la salida, cuando acabara el espectáculo. Pero no estaban, o no los vimos. Total, empezábamos con un fracaso…

Borrachas y cansadas, tampoco los echamos mucho de menos. Nos despertamos a la hora del almuerzo y porque nos llamaron los familiares de Ann. Nos invitaron a cenar. Vivían en una excelente casa en el barrio judío, pero la reunión y la cena, fueron un coñazo existencial. Cuando salimos de allí nos miramos de forma cómplice, y cogimos un taxi rumbo al Ronnie, otra vez.

No pedimos mesa, queríamos estar moviéndonos por todo el local, estar más cerca de la gente, palparla, sentirla… En torno a la media noche nos sentamos en uno de los asientos corridos del local y de pronto notamos como nos acariciaban por la espalda. Nos volvimos y nos encontramos a dos hombres que nos saludaban con una agradable sonrisa.

—Hola, ¿No sois inglesas, verdad?

—Joder, ni que lo lleváramos escrito en la cara –dije.

—No os enfadéis, no es malo ser americanas.

No empezó muy bien aquel encuentro. Acababan de salir de la Universidad y a nosotros nos gustaban un poco más experimentados. Tenían aspecto de ser niños bien, adinerados. Pero esto no casaba muy bien con el Ronnie, frecuentado por artistas y gente progre. Total, que los dejamos sentarse a nuestro lado y nos empezaron a meter mano por debajo de la ropa.

Ann me miraba pidiéndome consejo mientras que la mano de su nuevo amigo subía y bajaba de la ingle a la rodilla. El mío también se empleaba a fondo, así que le dije a Ann que yo me iba a dejar, y que ella hiciera lo que quisiera. Y, como chicas a las que les va el rollo, cada vez estábamos más en nuestra salsa. Nos metieron mano en el coño y nos pajearon. Nos corrimos y después los pajeamos a ellos metiéndoles mano en la bragueta. Intentamos hacerlo de forma disimulada, pero creo que dimos algo de espectáculo.

 

Al día siguiente nos volvimos a levantar tarde, a la hora de comer. Gran sorpresa al llegar al restaurante del hotel: estaban los actores puertorriqueños. También se hospedaban allí. Los saludamos, aunque creo que ellos no nos reconocieron, pasaron de nosotras. Al final, cuando ya se marchaban, les llamé la atención y les dije que habíamos quedado a la salida del Ronnie, pero que no aparecieron.

—Ah, sois las bostonianas –dijo uno de ellos—. Perdonadnos pero es que nos fuimos mucho antes de que aquello terminara. No somos muy nocturnos…

Insistí en quedar con ellos y lo conseguí. Quedamos para el día siguiente. Nos llevarían a ver uno de los ensayos y a picar alguna cosa… Después del almuerzo, Ánn y yo callejeamos un poco por el centro de Londres y acabamos en la Tate Moderm, la galería de arte moderno más importante del Reino Unido. Con esta visita nuestra necesidad cultural diaria, quedó saciada. Acabamos cenando en el Salíbury, cerca de Chinatawn. Cena ligera, copita y retirada al hotel a una hora más que prudente.

Al día siguiente hicimos turismo por Greenwich. Nos gustó. El observatorio es un buen lugar para saber más del Sol y la Luna y para no perderse, los que tengan barco, en un mar sin referencias. También hay mercadillos en la calles de Greenwich, y tiendas de anticuarios, artesanos y mucho ambiente al más puro estilo inglés.

Al volver al hotel, cansadas de tanto andar, nos tumbamos las dos sobre una de las camas de la habitación. El televisor, mejor ni encenderlo. Lo ideal era una ducha caliente y a los brazos de Morfeo.

Bajo el agua vaporosa, Ann me pidió que le aplicara un gel y le masajeara los hombros, que los tenía cargados. Lo hice. Pero de pronto Ann, de espaldas a mí, con la cabeza apoyada en la pared, empezó a gemir. Entonces seguí con el masaje espalda abajo hasta llegar a sus zonas más erógenas: el culo y el coño. En pleno éxtasis, Ann se dio la vuelta, me besó en los labios y luego me ofreció sus pechos para que los lamiera y mordisqueara.

Ann se corrió antes que yo, y me gustó disfrutar de su felicidad. Salimos de la ducha sin secarnos, sin hablar, y nos metimos en la cama, donde siguió nuestro particular festival erótico. Nuestros labios pedían mucha guerra y por ello buscaron y rebuscaron en todos los sitios del cuerpo. Nuestros gritos podían oírse, perfectamente, desde el pasillo, pero no podíamos evitarlo. Era tanta la entrega, tan bonita la batalla, que disfrutamos de varios orgasmos encadenados y dormimos abrazadas la una a la otra, como en nuestros mejores tiempos universitarios.

 

Los puertorriqueños nos llamaron tempranito para llevarnos al ensayo. No lo podía creer: se trataba de un amplio programa dedicado al Siglo de Oro Español. Se iba a poner en escena El perro del Hortelano, La venganza del Tamar, y Pedro de Urdemalas. Es decir, Lope, Tirso y Cervantes. Parecía diseñado por mí…

—El primero de los títulos –nos dijo uno de nuestros anfitriones teatrales—será El perro del Hortelano, nunca representado hasta ahora en Inglaterra, por eso estamos un poco nerviosos…

—¿Cuál es tu autor favorito de los Clásicos españoles? –me preguntó.

—Me gusta mucho Cervantes. Toda su obra, no sólo El Quijote. Después Garcilaso, es mi príncipe de los poetas. Y que desgraciado, siendo tan grande, morir tan joven y de una pedrada...

Dicho esto me puse a recitar uno de sus poemas:

"Divina Elisa, pues agora el cielo

con inmortales pies pisas y mides,

y su mudanza ves, estando queda,

¿por que de mi te olvidas y no pides

que se apresure el tiempo en que este velo

rompa de cuerpo, y verme libre pueda,

y en la tercera rueda,

contigo mano a mano,

busquemos otro llano,

busquemos otros montes y otros ríos,

otros  valles floridos y sombríos,

do descansar y siempre pueda verte

ante los ojos míos,

sin miedo y sobresalto de perderte?"

 

Aplausos.

 

Que mañana tan buena. Disfruté mucho… Luego nos invitaron a comer con el resto de los actores de la compañía. Después siguieron con su trabajo y nosotros nos fuimos de librerías. Quedamos en vernos por la noche. Llegaron tarde y cenamos en el propio hotel. Luego subimos a nuestra habitación. Ann dijo que ella solo miraría, pero no cumplió su promesa…

Se llamaban Julián y Miguel. Tras los preliminares, Miguel yo rompimos el hielo con los primeros besos, con toda la lengua detrás. Luego nos desnudamos. Miguel me lubricó por detrás y me sodomizó. Su polla era tan dura como el marfil y tan caliente como un hierro ardiendo. Me gusta que me follen por el culo, me gusta sentir como el semen corre por mis nalgas. Miguel se inclinaba sobre mi espalda para alcanzar mis pezones, duros como el cemento, y me los estrujaba con fuerza, como si quisiera ordeñarlos.

Gire la cara y vi a Ann sentada en una silla haciéndose una paja mientras que Julián la desnudaba. Luego se desnudó él y le ofreció su polla, poniéndosela cerca de su boca. Ann se la metió hasta la garganta. Dejó de masturbarse para dedicarse de lleno a aquel aparato y aquellos huevos. Pude ver como sintió la descarga de leche en su garganta. No dejó que se perdiera ni una gota.

Miguel seguía taladrándome con gran placer por mi parte. Hundí la cabeza y los codos en el colchón y me abandoné a la electricidad que me producía aquel gran enculamiento. Miguel golpeaba mis muslos y me estremecí aún más. Metió todos sus dedos en mi coño a medida que sus golpes de cadera se hacían más violentos. Un chorro de semen se disparó con fuerza. Me sentí inundada de placer y de leche. Yo también me corrí inmediatamente después…

Volvimos a follar un poco más tarde y tuvimos fuerzas para tomar una copa en un Púb cercano al hotel.

 

Dedicaba poco tiempo al ordenador, solo miraba los correos. A través de ellos supe que Rafael, en Bogotá, progresaba adecuadamente en los asuntos de lujuria. Me hablaba de varias chicas que habían pasado por sus manos y que lo hicieron gozar mucho. Tenía la impresión de que alguna de aquellas jóvenes eran menores de edad, asunto que, en otras ocasiones le habría echado para atrás, pero que ahora ya no le preocupaba tanto. Había practicado el sexo en grupo y parece que también le gustaba la experiencia. En fin, lo notaba feliz, bien follado. La cosa académica ahora había pasado a un segundo plano. Bienvenido al Club.

Ann concluyó su tiempo en Londres de compras con su amigo el actor y yo con el mío en la habitación, follando. Empecé pidiéndole permiso para atarlo y me lo dio. Además le tapé los ojos con un pañuelo. Le metí los pies en la boca y me los lamió. Como premio le di unos azotes en el culo con las manos y le gustó. Seguí con un masaje en los hombros y la espalda y le quité las cuerdas y el pañuelo de los ojos. Nos besamos tiernamente y nos abrazamos durante largo rato.

En el segundo ataque comencé chupándole la polla que ya estaba dura, muy dura. Me apretó la cabeza con sus manos y la guiaba arriba y abajo, con ese movimiento mágico que solo conocen los grandes folladores. La chupé con todas mis ganas y sentí como explotaba dentro de mi, como sus chorros de esperma me llegaban hasta el estómago.

Cuando no quedaba ni una solo gota de leche en las proximidades de su polla, me abrió las piernas y metió su cabeza entre ellas. Su legua era larga y la administraba muy bien, de forma que no quedó un recoveco sin lamer. Me elevó un poco para encontrar mi orificio anal, en el que también metió la lengua hasta donde pudo. El placer ya era espectacular. Mi corrida fue de las que no encuentran calificativos…

Cuando se rehizo su polla, me la metió de tal forma que parecía que iba a reventarme. Tenía la impresión de que llegaba hasta el estómago. Que bárbaro. Y cuanto me gustaba a mi tanto sexo, tanta lujuria. Siento que estoy en pleno fulgor y que soy la mujer más feliz del mundo.

 

Ya en Madrid, Rafael y yo volvimos a quedar en el Café Gijón y me confesó que, menos mal, que Colombia quedaba lejos, de lo contrario sería su perdición. De todas formas acababa de entrar en el selecto club de los profesores de Universidad que se intercambian, que viajan por el mundo y que, por supuesto, el follar era uno de los máximos alicientes. Era la parte lujuriosa de la vida académica. Él había llegado hasta la cátedra a base de mucho trabajo dada la humildad de sus orígenes. Se lo merecía.

Acabamos en mi casa. Le dije que si quería compararme con las colombianas y tuvo el descaro de decirme que si. Había aprendido… Luego me confesó que yo tenía muchos puntos a mi favor porque le gustaba, aunque yo lo paraba siempre que sacaba a relucir los sentimientos.

—Hay que follar por follar –le decía yo—, lo demás ya llegará, pero si es a partir del sexo libre y placentero, mucho mejor.

Rafael tardaba más en llegar a los orgasmos, los controlaba mejor, hacía las cosas con más tranquilidad, se recreaba más en las suertes. Acabamos la noche con un polvazo que nos llevó nuevamente a la gloria. Antes de marcharse me hizo un poco la pelota, cuando me dijo que yo follaba con más estilo que las demás y que el estilo era muy importante para todo. Hay que hablar con estilo, comer con estilo, follar con estilo…

 

La tarde languidecía en la cervecería Alemana cuando Rafael me anunció que, en unos días, estaríamos presentes en un congreso. El tema era sobre los traductores de libros. El presidente, uno de los últimos premios Nobel. El sitio, Toledo. Un guiño a la ciudad imperial por haber sido la sede de la primera Escuela de Traductores del mundo. Toda la cultura y la belleza cristiana y mora, a nuestro servicio. Garcilaso, Bécquer… y las perdices toledanas…

La víspera del congreso fuimos al aeropuerto a recoger al Nobel. Era un hombre encantador, atento, de exquisitos modales y de buen ver, a pesar de estar ya en la fase otoñal de su vida. De Madrid a Toledo. Viaje inolvidable del que daré cumplida cuenta.

Rafael le abrió cortésmente la puerta del coche al escritor y este, sin perder un segundo, me indicó que me sentara a su lado. Rafael lo hizo en el asiento delantero, junto al conductor. Hasta ahí, todo normal. Pero apenas salimos de la ciudad, el escritor me tomó de la mano y la acarició. Lo tomé como un cumplido. Pero dejó la mano y empezó con la pierna. Aquello ya no era un cumplido, sino un ataque en toda regla. Rafael creía que hablaba con el escritor, pero en realidad hablaba solo, en la parte trasera estábamos a otras cosas. Cuando Rafael se volvió a ver que pasaba, mis pechos ya lucían en todo su esplendor y los dedos de la mano derecha del escritor ya estaban dentro de mi coño. Mis gemidos ya eran, también, sensiblemente sonoros. Tras correrme pude oír como Rafael le decía al conductor que aquello no había pasado.

Le abrí la bragueta a mi hombre del momento y apareció una hermosa polla, enhiesta, por la que habrían pasado, posiblemente, centenares de mujeres que lo adoraban. Yo no había leído nada de él y, por tanto, mi admiración no había nacido. Pero se la iba a comer, igualmente, con todo el amor del mundo. De repente alzó mi cabeza y me quitó las bragas. Me monté sobre él y lo cabalgué a placer, sintiendo sus acometidas con fuerza, con intensidad… Cuando nos corrimos, al mismo tiempo, nuestros cuerpos estaban hechos un charco de sudor. Nos abandonamos al descanso unos momentos, hasta que Rafael dijo:

—Hay que recomponerse un poco que estamos llegando a Toledo.

 

Pasé la noche sola en mi habitación. Tuve ganas de llamar a Rafael, pero no lo hice, sabía que lo estaba pasando mal. Pero siempre había sido así, nunca hubo engaño alguno por mi parte.

Comenzó el congreso de forma solemne: máximas autoridades civiles y académicas, en un claustro varias veces centenario, lleno de estudiantes y especialistas sobre su obra, y más de veinte de sus traductores y traductoras de otros tantos países. El rector de la Complutense hizo la laudatio y Rafael fue el primer ponente. Ambos estuvieron bien.

Tras la exposición de Rafael hubo un vino de honor seguido de un almuerzo restringido. Estaba invitada por Rafael y me senté a su lado, a pesar de que el escritor también me solicito al suyo. Le hablé bien a Rafael de su alocución y me lo agradeció. Se relajó y pude disfrutar de su compañía sin malos rollos. Estábamos frente al Nobel que, al fallarle yo, había colocado a su izquierda a una de las traductoras. A su derecha tenía al rector.

El escritor, entre bocado y bocado, bajaba la mano izquierda y la llevaba directamente a la entrepierna de la traductora, que disimulaba como podía. Que afición la de este hombre. Me supera, a pesar de su edad. Admirable…

Quede con Rafael en que pasaríamos la noche juntos. Quería reivindicar con él mi lado bueno, el menos canalla. Nos acostamos a una hora prudente y después de follar durante un buen rato, le pedí que me contara como había sido su primera vez. No le gustó mucho la idea.

—Bueno, venga, empiezo yo –le dije amorosamente.

Y empecé mi relato:

Boston. Caía la tarde cuando salíamos del Instituto. John y yo teníamos quince años cada uno y nos conocíamos desde nuestra más tierna infancia. Nunca hubo nada entre nosotros, aparte de una buena amistad entre adolescentes, compañeros de estudios. Aquella tarde caminamos despacio hasta un parque cercano y nos sentamos en la hierba, que estaba recién cortada y olía fenomenal. Yo estaba boca arriba y él al revés.

De pronto se interrumpió la charla y vi como John se puso colorado tras una acción que había llevado a cabo. Había puesto su mano derecha sobre mi pierna, por encima de la rodilla. Con los colores en su mejilla, la quitó y me pidió perdón. Reaccioné cogiendo su mano y devolviéndola otra vez a mi pierna.

—Me ha gustado –le dije.

Se hizo un silencio sepulcral. Su mano empezó a moverse torpemente, lentamente, hacia arriba, hasta encontrar los pliegues de mi pubis. Me excité muy rápidamente y comencé a jadear. En el parque estábamos solos, o por lo menos eso me parecía a mí. Las primeras sombras de la noche nos amparaban. Sus dedos empezaron a meterse por mi intacta rendija y yo busque su bragueta y la abrí. Cuando tuve su polla en mis manos él comenzó a mover sus dedos dentro de mí como si fuera una batidora. Yo también se la meneaba como mejor me parecía y no tardamos nada en corrernos los dos. Era la primera vez que yo veía aquel chorro de leche saliendo de una polla. Y me gustó. Cuando empezaba a decrecer, me la metí en la boca y todavía pude saborear aquel semen primerizo. Me quité las bragas y le dije a John que me comiera mi coñito y ahí ya me quedé prendada de esta práctica. El chico no tenía ni idea de cómo hacerlo, pero yo me volví a correr y me pareció descubrir un mundo nuevo, mágico, emocionante…

La sesión acabó con john chupando mis pechos, duros como piedras, y besándonos apasionadamente, mezclando todos nuestros fluidos corporales. Permanecimos allí callados un largo rato y luego me acompañó hasta la puerta de mi casa. Nos despedimos con un beso en la mejilla.

Ese amor apenas duró unos meses, pero lo recuerdo con mucho cariño.

—Ahora te toca a ti, cielo –le dije a Rafael cariñosamente.

—No puedo –me contestó—, tu historia me ha puesto muy cachondo. Prefiero follar. Mi relato lo dejamos para otro día…

Y así lo hicimos.

Todas las ponencias del congreso eran, ciertamente, interesantes y me aseguré de tener copia de todas ellas. Pero lo mío era el teatro el teatro clásico. Por esa razón abandoné algunas de las sesiones y me perdí callejeando por Toledo. Que gran ciudad. Su historia comienza en la Edad del Bronce y fue centro carpetano hasta el año 193 antes de Cristo. Ha sido lugar de nacimiento, o residencia, de innumerables personajes de las artes y las ciencias. Hasta fue la sede principal de la corte de Carlos I de España en los reinos hispánicos. Es una de las ciudades más hermosas que he conocido. En Estados Unidos hay cinco que llevan su nombre: en Ohio, Illinois, Oregon, Iowa y Washington.

En mi segundo día de turismo, fui a comer a un restaurante de los más afamados del caso histórico y tuve la suerte coincidir, sentados en la mesa de al lado, con mi compatriota el actor Johnny Depp y el escritor español Arturo Pérez Reverte. Depp, detectó que yo era americana apenas me oyó hablar con el camarero. Me miró y me sonrió. A la hora de los postres, me invitaron a sentarme con ellos. Tomamos juntos una café y se marcharon. Estaban inmersos en un proyecto cinematográfico.

Al volver a Madrid Ann volvió a ofrecerme un buen plan. Se trataba de un viaje relámpago a Barcelona para ver torear a José Tomás, el torero de moda. Viajaríamos por la mañana en tren (AVE), almuerzo, toros por la tarde, dormir en casa del amigo de Ann que le había conseguido las entradas, y vuelta a Madrid a la mañana siguiente.

En el viaje de ida coincidimos en el tren con un joven cuya edad podría estar entre los quince – diecisiete años. Nos miramos en más de una ocasión y mi sentido erótico empezó a ponerse en forma. Yo vestía minifalda generosa y camisa de seda, sin sujetador, marcando bien mis pezones que ya estaban duros y haciéndose notar. Para que no hubiera dudas, me desabroché un botón más de la camisa y me incliné ligeramente, de manera que se me vieran las tetas casi en su totalidad.

El chico estaba al otro lado del pasillo, es decir, a un metro de mí, pero ya podía notar que su respiración se aceleraba. Ann me llamó la atención. El vagón estaba ocupado en una tercera parte y sería una locura intentar algo más. Pero llegamos a Zaragoza y el vagón se vació. Solo quedamos nosotros tres y una cuarta persona que dormitaba a varios metros de distancia. Había llegado mi hora… Le dije a Ann que se cambiara de sitio para vigilar la entrada al vagón y, muy cabreada, me dijo:

—Carolina eres la tía más puta del mundo.

Me puse al lado del muchacho y le pasé la mano por encima del pantalón. Aquello estaba a punto de explotar.

—Desde que te vi. en la estación estoy excitado –me dijo.

Después se acercó un poco más y me comió la oreja, metiéndome la lengua casi hasta el cerebro. Nos comimos la boca hasta que nos sangraron los labios. Me subió la mini falda hasta la cintura, se sacó la polla de la bragueta, apartó mi tanga de la rajita, me encajé sobre su cuerpo, me dejé caer y noté su polla entrando fuerte y valerosa en mi cuerpo. Follar en este estado de excitación por el peligro de escándalo público que conllevaba, me excitó aún más. El chico embestía con fuerza a la vez que masticaba mis pezones. De repente comenzó a gemir con entusiasmo, a acelerar sus embestidas y noté como me servía su ración de leche en lo más profundo de mi coño. Yo también me corrí brillantemente, aunque con menos aparato sonoro.

 

 

José Tomás ha superado la barrera de lo humano para hacerse divino. Se trata de un personaje de culto, seguido por legiones de admiradores, cuyos corazones laten al ritmo que él manda. Tiene mucho talento y hace de su apasionada entrega en cada actuación, un poema musicado por los olés de los espectadores presentes en el coso. Aunque actúa muy poco, deberá retirarse pronto, pues cada una de sus actuaciones son otras tantas oportunidades que le da a la muerte.

El amigo de Ann nos invitó a cenar en La Cúpula, muy cerca del monumento más emblemático de Barcelona, La Sagrada Familia. Acabamos en su casa, en la parte alta de Barcelona. Yo sola y ellos follando. Cuando me empezaron a llegar los primeros gemidos de los amantes comencé a masturbarme. Lo hice tranquilamente, sintiendo hasta por los huesos. Estar sola en la cama, con aquella música de fondo, era muy agradable. Hundía mis manos en mi propio coño, cruzaba las piernas y me retorcía sobre las suaves sábanas.

Imaginaba a Ann follando con su amigo. ¿Estarían haciéndolo de forma tradicional, o le estaban sacando punta al Kama Sutra? Tal vez lo estaría masturbando con las tetas… De vez en cuando sacaba mis dedos del coño y me los chupaba, como si se tratara de una polla. A medida que los gemidos crecían, también crecía mi excitación. Mis sentidos se fueron turbando y una especie de momento mágico me trasladó a ese lugar indefinido y fantástico en el que se cocinan los buenos orgasmos. Era toda sensibilidad, captaba todos los mensajes de mi cuerpo, todos sus aromas… Me regalé un orgasmo maravilloso…

 

 

El viaje de vuelta lo hicimos dándole a la cabeza sobre como podríamos cambiar el mundo. Asuntos habituales, creo, en la gente de nuestra edad. Pero acabamos pensando en hacer un partido político que se llamara Amigos del sexo. Estaría bien. Gente liberada, sin ataduras innecesarias, sin moralinas… El último tramo Ann lo hizo profundamente dormida y yo releyendo El Romancero Gitano, de García Lorca, una de las creaciones más importantes del pasado siglo. Es una obra altamente profunda y estética. Un placer para los sentidos. De todo el poemario, me quedo con La casada infiel, posiblemente por mi amor a los amores impuros…

Al llegar a Madrid llamé a Ángel y quedamos en ir al cine por la tarde y tomar algo a la salida. La película no fue muy allá. Un seis sobre diez. Comimos algo ligero y nos fuimos a mi casa. Lo hicimos caminando, despacio, recreándonos en cada paso y en cada beso que nos dábamos. No necesitábamos hablar, nos mirábamos a los ojos y nos entendíamos a la perfección… Ya entre mis cuatro paredes, un buen cava nos hizo perder las luces del entendimiento y nos amamos hasta que nos abandonaron las fuerzas.

Estaba completamente mojada mucho antes de llegar a la cama y sentí como su polla entraba con suavidad pero ocupando toda mi cavidad. Que penetración tan buena… sus acometidas eran las justas y las saboreaba como si fueran las últimas de mi vida. Su polla entraba y salía de mi cuerpo con una precisión milimétrica, hasta que nos corrimos juntos e hicimos, otra vez, de aquellos momentos algo eterno.

Tras descansar un rato, Ángel me abrió las piernas y fue besandome, chupándome, desde los dedos de los pies, hasta mi empantanado coño. Me lamió y me relamió, hasta que mi cuerpo volvió a vibrar y mis gemidos se hicieron tan grandes que tuvo que taparme la boca para no liarla con los vecinos. Me volví a correr y nada más hacerlo le pedí que me la metiera en la boca, quería que se corriera en mi garganta, saborear aquella crema tan embriagadora y que tanto me gustaba.

Me levanté bien entrada la mañana. Tenía el desayuno en la mesa y una nota de Ángel en la que me decía que no podía quedarse, tenía bastante trabajo.

Una llamada telefónica dio al traste con tanta felicidad. Mi madre me llamó para decirme que cogiera el primer avión y volviera. Me hundí en un profundo dolor. No dijo nada más, no era necesario.

No me despedí de nadie.

 

Segunda parte

 

Cuando llegué a Boston, mi padre estaba frío, muy frío. El calor de la vida no quiso entrar, una vez más, al trapo del cariño y nos dejó a mi madre y a mí en el lado del dolor, de la desesperación. Ella lo intentó todo, pero al final, a la muerte no hay quien la engañe. Sobre todo cuando ha sido llamada por ti. Mi padre se había suicidado. Con un tubo de goma llevó los gases desde el escape hasta el interior del coche, donde el los esperaba para ajustar sus propias cuentas. Mi madre lo encontró con un hálito de vida, pero no fue suficiente.

Mi padre había sido mi amigo en los tiempos en que los lances de la vida te juegan malas pasadas. Yo también fui su cómplice en otras correrías igualmente mundanas.

¿Que motivos podría tener mi padre para querer marcharse de este modo? Era un hombre rico, había triunfado en los negocios. Tenía solo cincuenta años, mucha vida por delante. ¿Cuándo se le activaría ese mecanismo del cerebro que hace que todo salte por los aires? ¿Qué vacío existencial le llevó hasta ese punto final? ¿Cuando se pierde el juicio? Os pregunto, loqueros.

Tras una ardua tarea que me llevó casi un año, (papeleo, poner en orden la empresa…), conocía a un chico que me gustó y nos fuimos a vivir juntos. Pero lo mío no son las parejas duraderas y el asunto hizo aguas tras un año de vida en común. Nos separamos civilizadamente…

Me apetecía mucho volver a España, quería retomar el doctorado y reanudar mi vida licenciosa, que no se parecía en nada a la americana. Quería, en definitiva, ser feliz…

Al llegar a Madrid me encontré un poco sola. Ann había terminado sus estudios y había vuelto a Boston. Su idea era montar allí una clínica por todo lo alto. Ángel había cambiado de empresa. Ahora trabajaba para la Agencia EFE y estaba de corresponsal en Nueva York. Solo me quedaba Rafael, mi director de tesis que, para colmo, disponía de menos tiempo porque lo habían ascendido a vicerrector primero…

En este calamitoso estado de ánimo, comencé a buscar en Internet algún lugar de encuentros que me permitiera relanzar mi actividad favorita. Encontré uno que, a simple vista, me gustaba. Era un sitio presencial, la cafetería Cuéntame, muy cerca de la Puerta del Sol, el centro más centro de Madrid.

Acababa de cumplir veintiséis años y seguía manteniéndome de buen ver. No había engordado ni un gramo en mi último tiempo americano y mi cuerpo quería guerra. Me puse mona y me fui a conocer Cuéntame, estaba loca por saber lo que podía ofrecerme.

Se trataba de un local no muy grande, pero amueblado con gusto. Dos pequeñas barras situadas una frente a la otra, desde donde se facilitaba la visión de las personas codamente sentadas en mesas. En un sitio visible pude ver un cartelito que no había visto en ningún otro sitio: Reservado el derecho de admisión.

 

Mi primera vez la dejé pasar en blanco. Me senté en una mesa, pedí una copa y me dedique a observar. Contesté negativamente a todos los requerimientos que me hicieron, tanto de viva voz como a través de miradas o señales de otro tipo. El segundo día iba por el mismo camino, pero al salir del café, un joven me entregó una nota. Pensé que era publicidad, pero no, estaba escrita de su puño y letra. Decía textualmente: “Esta tarde, a las ocho, estaré en la explanada del Ángel Caído, en el Parque del Retiro. Te espero.” Cuando acabé de leerla ya había desaparecido. No le di mayor importancia, pero cuando se acercaba la hora empezó a picarme la curiosidad. Y fui.

El sitio estaba lleno de gente y lo primero que pensé es que había perdido el tiempo. Di unos paseítos por la zona y me senté en la terraza de un bar cercano. Se estaba bien allí, junto al lago, viendo pasar a la gente. Me gustaba aquel lugar. De pronto apareció el joven, y me pidió permiso para sentarse.

—He venido a conocerte –le dije al tiempo que le indicaba que podía sentarse.

Iniciamos una conversación sobre el Cuéntame, y sobre otras cosas un poco absurdas. Soplaba un aire confortable y empezaba a anochecer cuando comenzó a acariciarme la mano. La verdad es que el chico estaba bien y mi reacción fue de acogida cariñosa.

—Mira allí enfrente –me dijo—. Ahora, con la caída de la tarde, tras ese bosquecito, ocurren cosas, y te las quiero enseñar.

Cogidos de la mano nos fuimos hasta el misterioso lugar y nos sentamos junto a un arbusto. Había poca gente. A un lado del solar un hombre cercano al medio siglo, daba pasos cortos y los deshacía a los pocos metros. Su aptitud era la de “mostrarse”. Este ir y venir se interrumpió cuando apareció en escena otro hombre que, también a paso lento se le acercó, se cruzaron las miradas, se arrimaron el uno al otro, el recién llegado se postró de hinojos, le desabrochó los pantalones, se los bajó y empezó a chuparle la polla.

—¿Me has traído a un encuentro de gays? –le pregunté.

—No, espera, esto no ha hecho más que empezar.

Minutos después apareció una señora, también en torno a los cincuenta e hizo el mismo ritual: se les acercó y la invitaron a participar. Los dos hombres, ahora en pie, les ofrecieron sus aparatos a la mujer que los cogió uno con cada mano y comenzó a pajearlos al mismo tiempo. Luego se los chupaba intermitentemente hasta que los dos se corrieron, uno en su boca y el otro en su cara. Mientras tanto, a la espera, otros hombres permanecían a solo unos metros de la escena. A una señal de la mujer, se acercaron. Los recibió a cuatro patas de manera que los dos hombres la tomaron a

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