Memoria sexual de una estudiante (33)

Llamé a Ángel a Nueva York y me dijo que en dos días llegaría a Madrid, de vacaciones. Me alegré mucho de la noticia y decidí dedicar ese tiempo a repasar mi tesis, que ya estaba es su fase final.

Lo esperé en el aeropuerto y nos fuimos a comer a la terraza del Café de Oriente. Nos pusimos al día respecto a nuestras vidas y volvimos a retomar esa amistad con derecho a todo que siempre habíamos tenido. La comida se alargó hasta que murió la tarde y, tras haber hablado de lo divino y lo humano, nos fuimos andando a mi casa ya que en la suya no había nada de nada.

Al cruzar la Plaza de España, Ángel le dio unas monedas a un mendigo que le solicitó ayuda. Se trataba de un hombre de larga y blanca barba, y extrema delgadez. Momentos después, cuando solo habíamos avanzado unos metros, Ángel se paró en seco y volvió a mirar hacia el indigente, pero no lo encontró.

—Lo conozco –dijo—, conozco a ese hombre.

Volvimos sobre nuestros propios pasos, pero nada, había desaparecido.

Ángel me contó que podría tratarse de un viejo amigo, también periodista de formación y de nombre Eduardo. Había entrado en política llegando a ocupar puestos de importancia en la administración del Estado.

—¿Seguro que se trata de él?

—Su voz era la misma…

Seguimos camino de casa, siempre abrazados como si fuéramos novios y dormimos tiernamente abrazados después de haber follado un par de veces. Al día siguiente Ángel me fue a buscar al hotel Princesa Sofía. Allí había quedado con mi director de tesis para ir dándole los últimos retoques a mi trabajo. A la salida nos encontramos con un periodista de la revista Interviú, amigo de Ángel. Los tres nos fuimos a la terraza del Restaurante José Luís, a tomar unos pinchos y unos vinos tranquilamente. De pronto Ángel le preguntó:

—¿Te acuerdas de Eduardo, el que se metió en política?

—Si, claro, ¿Por qué?

—Creo que lo he visto mendigando en el entorno de la Plaza de España.

—Es posible. Hace cosa de un año lo abandonó su mujer y, según me contaron en su día, se le cruzaron los cables y lo dejó todo. Lo último que supe de él es que lo vieron durmiendo en el parque del Retiro. Una pena.

A Ángel le había pegado con fuerza aquella historia del indigente y nos fuimos a búscalo al Retiro cuando empezaba a anochecer. Dimos mil vueltas, hasta que nos cansamos y nos sentamos un rato en un banco, dando aquel suceso por terminado. Para rematar el día en el parque decidimos alquilar una barca de remos. El estanque estaba precioso a esas horas.

En la barca quise meterle mano a Ángel, pero estuvimos a punto de acabar en el agua. Mi chico fue más juicioso y no permitió que mis intentos prosperaran. En un momento en que nos acercamos a la orilla, Ángel me dijo:

—Mira a ese grupo de personas sentadas en aquel banco, creo que una de ellas es Eduardo…

En efecto. Lo era. El hombre de la barba larga y blanca, estaba sentado entre una mujer y otro hombre. También parecían desheredados de la sociedad. Pensamos que hacer y al final decidimos dejarlo como estaba y disfrutar de aquel ambiente vespertino tan agradable. Pero cuando nos disponíamos a entregar la barca, alguien nos llamó la atención desde la orilla. Era Eduardo:

—Ayer te vi –dijo dirigiéndose a Ángel—, te reconocí y salí corriendo por si volvías. Después lo pensé y me arrepentí. No quiero que te preocupes por mí. Ahora estoy al otro lado de la raya, pero soy feliz, más que antes. De todas formas ya sabes donde vivo.

Y dando media vuelta se reunió con sus amigos.

Ángel Alcalde

Treinta primeras entregas

Entrega 31

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