El paseante de perros (relato de alto contenido erótico) (2)

Alberto era un joven alto y espigado, de ojos verdes. Atractivo, en una palabra. Natural de Alamillo, situado en el corazón del Valle de Alcudia, en la frontera entre Ciudad Real y Córdoba. Su padre tuvo de emigrar a Suiza para poder sacar adelante a su familia y pagarle sus estudios universitarios. Hizo Filosofía y Letras en al Universidad Complutense de Madrid, con tan buenas notas que el director del Departamento lo invitó a hacer el doctorado y mientras tanto le ofreció una plaza de profesor ayudante. Aceptó pero se cansó pronto y no llegó a terminar el doctorado.

Sus padres murieron jóvenes y él abandonó el trabajo en la universidad para dedicarse a distintas profesiones, entre las que destacaba la de corrector de estilo en una editorial, asunto en el que solía emplearse entre paseo y paseo de los perros. Su madre le había dejado una propiedad en Alcudia, a diez kilómetros de su pueblo. Se trataba de una pequeña finca (10 Hectáreas) en la sierra más agreste y hermosa de aquel bellísimo paraje. Cuando tenía unos días libres hasta allí que se iba a olvidarse del mundo,  a inventarse  otro a su medida.

***

Había entrado ya el mes de Mayo, cuando Alberto, al llegar a recoger a Pepita, no se la encontró de la mano de la asistente, sino de su dueña. Era la primera vez que la veía y le sorprendió verla sobre una silla de ruedas…

• Hola Alberto, soy Ariadna. Mi asistente no ha podido venir hoy…
• Encantado de conocerte. Nos volvemos a ver dentro de una hora…

En el parque, como siempre, tras los retozos perrunos, en el tiempo de descanso, Pepita busco otra vez los brazos de Alberto.

• Nos caemos bien, ¿verdad pequeña?

La perrita pareció haber entendido y contestó:

• Guau, guau.
• Eres un poco misteriosa. ¿A quien te pareces, a tu dueña, verdad que es misteriosa tu dueña?
• Guau, guau.

De vuelta, Pepita era la primera en ser entregada y allí estaba Ariadna, en su silla de ruedas, al primer golpe de timbre. Una boca perfectamente dibujada y pintada de rojo pasión, sobre la nariz ligeramente achatada, la frente despejada, surcada por unas arrugas que no se había molestado en disimular. El pelo, marrón oscuro ondulado, dejaba ver muy a las claras algunas canas propias de su aparente edad, cincuentona alta, le caía hasta los hombros desnudos y delicados. Sus pechos y caderas se mostraban desafiantes. Los senos, posiblemente operados, se adivinaban tersos y en su sitio. Las caderas, con ligeras curvas eran el inicio de unas piernas largas, estilizadas y que, aunque ahora no lucían vida alguna, habrían llevado a la perdición a más de una persona.  Su extremada delgadez no la hacía menos hermosa.

-  Muchas gracias Alberto –dijo Ariadna-. Si tienes un momento, me    gustaría preguntarte algo, sin que lo tomes por donde no es. ¿Puedo?

• Por favor…
• ¿Podrás tomarte un café conmigo?
• Encantado Ariadna. Será un placer. Esta misma tarde, si quieres, dejo a Pepita para la última entrega…
• De acuerdo, te espero.

Alberto concluyó todas sus entregas y se fue andando hasta la editorial, en la Gran Vía. Esa mañana tenía que darle el visto bueno a una contraportada cuyo texto esperaban ya en la imprenta. Se trataba de cinco líneas, pero tuvo que leerlo varias veces porque no se concentraba. Pensaba en Ariadna, en esa mujer tan extraña, tan atractiva… ¿Por qué esta cita?, se preguntaba una y otra vez. En fin, sea lo que sea, pronto lo sabremos, se dijo.

Ángel Alcalde

Entrega 1