El paseante de perros (relato de alto contenido erótico) (3)

Cuando el sol empezaba a declinar, Alberto salió de nuevo a la calle y empezó a deshacer el camino. Gran Vía abajo, prestó, como casi todos los días, atención a su arquitectura. Le gustaba. Sabía que tenía influencias francesas y norteamericanas. Sus primeras casas fueron ocupadas por nobles y burgueses enriquecidos lejos de Madrid.  Hoy es una calle incómoda para vivir, con un tráfico muy denso a cualquier hora del día o de la noche. Con la calle de Alcalá hacía lo mismo. En el tramo que tenía que recorrer había edificios  y monumentos tan emblemáticos como Cibeles, el Palacio de Correos, la casa de América y algún otro. Los recorría ligeramente  con la vista y eso le gustaba.

Llegó a la casa del primer perro, a la del segundo, el tercero, el cuarto y cuando llegó a la de Pepita, Ariadna y él se sonrieron y se dedicaron un cariñoso saludo. Se repitieron las mismas escenas de la mañana pero en la entrega, tal como habían quedado, Pepita quedó para el final y aquello pareció el comienzo de algo grande.

Ariadna había dejado la puerta abierta y le esperaba al fondo del corredor en su silla de ruedas mecanizada. Un traje de Oscar de la Renta, de generoso escote la abrazaba con suavidad. Parecía la mujer más delicada del mundo. Pero también se intuía en su misteriosa mirada el lado salvaje de la persona que te pide investigar la belleza, de ese cuerpo maltrecho.

Había pensado mucho en ella en las últimas horas. Y ahora que la tenía delante, no sabía que hacer. ¿Qué podía salir de aquella cita tan extraña? ¿Quedaría todo en un café, como ella había pedido? ¿Sería un alma triste o llena de pasión y de vida? ¿Acabaría todo aquello en una tierna caricia, o en una brutal locura? ¿Qué le tendría deparado aquel encuentro aromado de incertidumbres incertidumbres? ¿Qué podría esconderse en algún lugar de su otoñal corazón?

• Estás en tu casa Alberto –dijo.
• Muchas gracias Ariadna, los quince metros cuadrados de la mía también son tuyos.
• He supuesto que, dada la hora, preferirás una copa. ¿Qué te gusta?
• No soy de muchas copas, pero un buen coñac si que me tomaría.
• Tengo 1866 Gran Reserva y Cardenal Mendoza.
• Un Cardenal Mendoza estará muy bien.
• Te acompañaré con lo mismo.

Ariadna sirvió en sendas copas de balón y brindaron.

• Te preguntarás lo que hay detrás de esta invitación.
• Si. Pero ya te adelanto que me dejaré llevar...
• La chica que me ayuda en mis cosas me ha dicho que eres una persona especial, alguien que va más allá de un simple paseante de perros.
• No te lo creas, solo soy perrero.
• Venga hombre, que a mi no me engañas, ¿no ves que ya tengo muchos años?
• Tienes razón. En realidad soy filósofo y he sido profesor en la universidad Complutense. He pedido excedencia, aunque no creo que vuelva,  no me gusta que la universidad siga metida en una campana de cristal. Me gustaría una Universidad abierta, más involucrada en la sociedad. Pero preferiría que me hablaras de ti, seguro que estás más hecha a los asuntos de la vida que yo.

Ariadna sonrió, chocó su copa contra la de Alberto, bebió y dijo:

• Pues he llevado una vida bastante densa. De formación soy Historiadora del Arte.  He dirigido varias Galerías: Madrid, Paris, Londres, Nueva York y Rio de Janeiro. Un accidente de coche me dejó en la silla de ruedas hace dos años. He querido conocerte por un simple impulso tras los comentarios de mi ayudante. No hay nada más.

La conversación se distendió rápidamente y tomaron coñac hasta que se acabó la botella. Con la borrachera incipiente, Alberto propuso ir a picar algo fuera de casa. Precisamente estaban en una zona repleta de chiringuitos y bares.

Eligieron Casa Puebla, en Príncipe de Vergara, casi esquina a Alcalá. Se trataba de una de las últimas tabernas madrileñas, frecuentada por bohemios, chicas de vida alegre, toreros, comunistas y acaudalados embaucadores. Ocuparon una de las pocas mesas del local y hablaron de todo, hasta de la pasión y el misterio de la vida, del amor y de aquellos ojazos de la mujer que desprendían tanto magnetismo. Salieron de allí, varias horas después, como si fueran amigos de toda la vida.

• ¿Qué haces este fin de semana? – le preguntó Ariadna al llegar a su casa.
• Tengo un refugio en el campo, en Ciudad Real, en el Valle de Alcudia.
• ¿Sería posible que me dejaras acompañarte? –volvió a preguntar.
• Claro. Cuando quieras…
• Este fin de semana. ¿Te parece bien?
• De acuerdo. Pasado mañana, viernes, te recojo a las ocho de la mañana. Iremos en mi coche.

Se tomaron la última copa y se despidieron cariñosamente, con un cálido beso en los labios.

Ángel Alcalde

Entrega 1

Entrega 2