El doctor Sevilla

Era evidente que el timbre de su voz intentaba mitigar la angustia cuando llamaba insistentemente al doctor Sevilla, doctor Sevilla, doctor Sevilla, por favor acuda a una emergencia. Luego volvía la música, una selección de bossa nova, samba dulce y jazz almibarado, ideal para un segundo plano durante una cena en la que todos entienden de vinos y de quesos, comentan las series increíbles que están viendo, todo encantador, superficial y correcto. Pero esa no era la circunstancia y corrí por los pasillos metálicos hasta que encontré a una joven guardia de seguridad. Por favor, le dije ¿podría pedir que apagaran esa música?, es imposible concentrarse. Volví con la esperanza de que mi educada súplica hubiera surtido efecto pero ahí seguía, incluso tuve la sensación de que aumentaron el volumen. Volvieron a llamar al doctor Sevilla, seguramente perdido en alguna parte del laberinto y, de pronto, una voz sombría anunció que se había producido una incidencia, nos pedía calma y que no abandonásemos las instalaciones. Resultaba mucho más sospechoso cuando añadía que no subiéramos a nuestros coches. No se qué pensaría J. que, a pesar de todo, se encontraba en su mejor momento, totalmente inspirado, sacando partido a su voluntarismo, su excelente forma física, su técnica variada y sus positivas actitudes mentales. Era la primera vez que acudía a aquellas instalaciones, un rectángulo con suelo de resina, a la derecha unas gradas vacías, a la izquierda una enorme cristalera que dejaba ver un lago helado, delante y detrás dos cortinas rojas de terciopelo. Volvieron a llamar al doctor Sevilla y pidieron disculpas porque, dijeron, estaban probando la megafonía.

Por entonces ya habíamos terminado el primer set. J. me había ganado por seis juegos a tres. Por un momento me temí que era yo quien necesitaba la asistencia del desaparecido doctor Sevilla pero luego, cosas del tenis, todo cambiaría.

Kimi