El amparo

¿Te pasa algo Conchita?, preguntó el señor Pináter a su vecina de mesa que llevaba dos días perdida. Esa mañana había tropezado con la torre del ordenador y cuando exclamó ¡ostras!, Pináter levantó la cabeza. Luego volvió a mirarla cuando se le cayó el móvil al suelo y dejó salir de su boca un ¡cielos! apagado, apenas un murmullo, sin ganas ni fuerzas para mostrarse irritada ante esas pequeñas contrariedades que sin duda escondían otros motivos, pensó Pináter, para causarle tal desfallecimiento. Cuando ella dijo que iba al baño con un pañuelo, tapándose la nariz y la boca, Pináter imaginó que a otras desgracias o inconvenientes similares, rebeliones de los objetos, tropiezos o descuidos, Conchita bien podría responder con un ¡vaya por Dios! y otras expresiones más antiguas, casi en desuso como caramba, puñetas o cáscaras. Sonrió levemente y supuso que le estaba tomando cierto aprecio a su vecina de trabajo. Cuando regresó, le preguntó si le sucedía algo, Conchita respondió “no, no, nada” mientras escondía su cara entre sus manos y comenzaba a sollozar. Ven, vamos, dijo Pináter, seguro que puedo ayudarte. No creo, contestó ella mientras le acompañaba por el pasillo. Bajaron en el ascensor, salieron a la calle, entraron en la cafetería y Conchita rompió a llorar mientras le aseguraba que había llegado al límite. La escuchó con paciencia, mirándola a la cara con seguridad y cuando terminó le dijo: “no te preocupes, Conchita, yo te amparo”.

Edgar