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Marqués de Sade

06.04.2018

El Presidente burlado (PRIMERA ENTEGA)

06.04.2018

Relatos Bestiales por Marqués de Sade

comentarios

¡Oh!, confiad en mí, voy a agasajarlos de tal forma... que no se atreverán a volver en veinte años.

Con mortal pesadumbre veía el marqués de d'Olincourt, coronel de dragones, hombre rebosante de ingenio, de gracia y de vitalidad, cómo la señorita de Téroze, su cuñada, iba a pasar a los brazos de uno de los seres más nauseabundos que hayan pisado la superficie del globo. Esta encantadora joven, de dieciocho años de edad, fresca como Flora y formada como las Gracias, amada desde hacía cuatro años por el joven conde de Elbéne, segundo coronel del regimiento de d'Olincourt, no podía tampoco dejar de estremecerse al ver cómo se acercaba el instante fatal que debía, al unirla al repelente esposo que le destinaban, separarla para siempre del único hombre que era digno de ella. ¿Pero cómo evitarlo? La señorita de Téroze tenía un padre anciano, hipocondríaco y gotoso que lamentablemente opinaba que ni los atractivos ni las dotes personales eran los que debían informar los sentimientos de una muchacha para con su marido, sino, única y exclusivamente, la razón, la edad madura y sobre todo la profesión; que la profesión de magistrado era la más considerada, la más majestuosa de todas las profesionales de la monarquía, y no sólo eso, sino también la que a él más le gustaba de todas; su hija tenía que ser feliz, forzosamente, con un magistrado. No obstante, el anciano barón de Téroze había casado a su hija mayor con un militar, peor aún, con un oficial de dragones; ésta, con un carácter perfecto para serlo en cualquier circunstancia, era tremendamente feliz y no tenía ningún motivo para lamentarse de la elección de su padre. Pero todo eso no importaba lo más mínimo; si ese primer matrimonio había salido bien se debía al azar; de hecho sólo un magistrado podía hacer plenamente feliz a una hija; dando esto por sentado, había que buscar un picapleitos, y de todos los picapleitos imaginables el más grato a los ojos del anciano barón era un tal señor Fontanis, presidente del parlamento de Aix, a quien antaño había conocido en Provenza, por lo que, sin darle más vueltas, el señor de Fontanis era el que tenía que casarse con la señorita de Téroze. Poca gente puede imaginarse a un presidente del parlamento de Aix; es una especie de bestia de la que se ha hablado a menudo, pero sin conocerla a fondo, rigorista por profesión, meticuloso, crédulo, testarudo, vano, cobarde, charlatán y estúpido por carácter, estirado en sus ademanes como un ganso, pronunciando las erres como un polichinela; enjuto, largo, flaco y hediondo como un cadáver por lo general. Se diría que toda la bilis y la severidad de la magistratura del reino habían buscado cobijo en el templo de la Temis provenzal, para trasladarse desde allí en caso de necesidad cada vez que un tribunal francés tiene que presentar alguna queja o tiene que ahorcar á algún ciudadano. Pero el señor Fontanis superaba este ligero esbozo de sus colegas. Por encima de la figura chupada y algo encorvada que acabamos de describir, en el señor de Fontànis podía apreciarse un occipucio estrecho, no muy bajo, empinadísimo hacia arriba, rematado por una frente macilenta tapada magistralmente por una peluca confeccionada para ocasiones diversas, de un modelo que aún no se había visto en París; dos piernas algo torcidas sostenían con notable esfuerzo ese campanario ambulante, de cuyo pecho se despedía, no sin ciertas molestias para los circundantes, una voz chillona que declamaba enfáticamente largos cumplidos mitad franceses, mitad provenzales, tras los que él mismo nunca dejaba de sonreír con tal abertura de la boca, que se podía contemplar hasta la campanilla una sima negruzca, desprovista de dientes, excoriada en varios sitios y que no se parecía mal del todo a la abertura de cierto asiento que, dada la estructura de nuestra incorregible humanidad, tan pronto es trono de reyes como lo es de unos pastores. Al margen de estos atractivos físicos, el señor de Fontanis tenía pretensiones de hombre cultivado. Después de haber soñado una noche que había subido al séptimo cielo con San Pablo, se consideraba el mejor astrónomo de Francia; comentaba las leyes como Farinacius y Cujas, y a menudo se le oía decir, como a esos grandes hombres y como a sus colegas que no son grandes hombres ni por asomo, que la vida de un ciudadano, su fortuna, su honor. su familia, en fin, todo lo que la sociedad considera sagrado, de nada vale cuando hay que investigar un crimen, y que vale mil veces más arriesgar la vida de quince inocentes que salvar por falta de celo la de un culpable, pues el cielo es justo si los parlamentos no lo son, y el castigo de un inocente no presenta otro inconveniente que enviar un alma al paraíso, mientras que el hecho de salvar a un culpable amenaza con multiplicar los crímenes sobre la tierra. Solamente una clase de individuos tenía cierto albedrío sobre el alma acorazada del señor de Fontanis: la de las rameras, por más que, por lo general, no hiciese gran uso de ellas; aunque apasionadísimo, era de naturaleza reacia y poco emprendedora y sus deseos siempre sobrepasaban con mucho sus posibilidades. El señor de Fontanis aspiraba a tramitar su apellido a la posteridad, eso era todo, pero lo que inducía a este ilustre magistrado a mostrarse indulgente con las sacerdotisas de Venus era que, en su opinión, pocas ciudadanas resultaban tan útiles al Estado como ellas, pues, por medio de sus trapacerías, de sus imposturas y de su charlatanería, se podía llegar a descubrir una infinidad de delitos ocultos, y el señor de Fontanis, eso hablaba en su favor, era un enemigo jurado de todo lo que los filósofos llaman debilidades humanas.

Esta mezcla un tanto grotesca de físico ostrogodo y de moral de Justiniano salió por primera vez de la ciudad de Aix en abril de 1779 y fue a alojarse, reclamado por el señor barón de Téroze, a quien conocía desde hacía mucho tiempo, al hotel de Dinamarca, no lejos de la residencia del barón. Como era la época de la feria de Saint-Germain, todo el mundo en ese hotel pensó que el sorprendente animal había venido a exhibirse. Uno de esos seres oficiosos que siempre prestan sus servicios en esa clase de establecimientos públicos, incluso llegó a proponerle que fuera a avisar a Nicolet, que estaría encantado de prepararle un camerino, a menos que prefiriera debutar con Audinot. El presidente contestó: «Cuando era un niño, mi niñera me advirtió que el parisino era un pueblo cáustico y chistoso que nunca haría justicia a mis cualidades, pero mi proveedor de pelucas añadió, a pesar de eso, que mi peluca les impresionaría. ¡Ah, el pueblo; bromea cuando se muere de hambre y canta cuando le machacan. ¡Oh!, siempre lo he dicho: a esa gente le haría falta una inquisición como en Madrid o un patíbulo siempre levantado, como el de Aix.»

Entretanto, el señor de Fontanis, tras el aseo que no hizo sino realzar el brillo de sus sexagenarios encantos, con unas inyecciones de agua de rosas y de lavanda, que en este caso no eran precisamente ornamentos ambiciosos, como dice Horacio, después de todo esto, y tal vez de algunas otras precauciones que no han llegado a nuestro conocimiento, fue a hacer acto de presencia a casa de su amigo, el anciano barón. Se abre la puerta de par en par, se le anuncia y el presidente pasa adentro. Por desgracia para él, las dos hermanas y el conde de d'Olincourt estaban divirtiéndose juntos como verdaderos niños enun rincón de la sala, y cuando apareció esta figura, por más que se esforzaron, les fue imposible evitar tal carcajada que la grave compostura del magistrado provenzal se vio prodigiosamente alterada; largo tiempo había ensayado delante de un espejo su reverencia de presentación y la estaba repitiendo bastante pasablemente cuando la desafortunada carcajada que profirieron nuestros jóvenes casi hizo que el presidente permaneciera curvado en forma de arco mucho más tiempo del que había previsto; se alzó, no obstante; una severa mirada del barón a sus tres hijos les hizo recobrar la seriedad y el respeto y empezó la conversación.

El barón, que quería liquidar de prisa aquel asunto y que ya había hecho todas las composiciones de lugar, no dejó que acabara esta primera entrevista sin anunciar a la señorita de Téroze que ése era el marido que le destinaba y que debería entregarle su mano dentro de ocho días como muy tarde. La señorita de Téroze no contestó nada; el presidente se marchó y el barón volvió a repetir que deseaba ser obedecido. La circunstancia era de las más crueles: no sólo esta hermosa joven adoraba al señor de Elbene, no sólo le idolatraba, sino que, además, tan frágil como sensible, ya había por desgracia permitido a su delicioso amante cortar esa flor que, muy distinta de las rosas con las que a veces se la compara, no posee como aquéllas la facultad de renacer a cada primavera. Ahora bien, ¿qué iba a pensar el señor de Fontanis..., un presidente del Parlamento de Aix..., cuando viese ya hecha su tarea? Un magistrado provenzal puede tener sus ridiculeces, son normales en su clase, pero aun así sabe lo que son las primicias y se siente muy contento de recibir las de su mujer al menos una vez en su vida. Esto era lo que paralizaba a la señorita de Téroze, la cual, aunque muy juguetona y muy vital, poseía sin embargo toda la delicadeza que conviene a una mujer en esas circunstancias y sabía perfectamente lo poco que la iba a estimar su marido si llegaba a darse cuenta de que había sido capaz de faltarle al respeto aun antes de conocerle; pues no hay nada tan rígido como nuestros prejuicios sobre esa materia: no sólo una desventurada muchacha tiene que sacrificar todos los sentimientos de su corazón al marido que sus padres le buscan, sino que incluso se la considera culpable si antes de conocer al tirano que va a esclavizarla ha podido, prestando oídos tan sólo a la naturaleza, seguir su voz. La señorita de Téroze confió sus preocupaciones a su hermana, que, mucho más jovial que mojigata y mucho más comprensiva que devota, se puso a reír como una loca ante la revelación y dio parte a su grave esposo, quien decidió que estando ciertas cosas en tal estado de rotura y de deterioro había que guardarse muy bien de ofrecerlas a los sacerdotes de Themis, pues esos señores no se andan con bromas en cosas de semejante importancia, y tan pronto como su pobre hermanita se encontrara en la ciudad del «patíbulo siempre levantado», podían muy bien hacer que subiese a él para convertirla en víctima del pudor. El marqués afirmó después de la cena que poseía cierta erudición y que los provenzales eran una colonia egipcia, que los egipcios hacían sacrificios muy a menudo con muchachas jóvenes y que un presidente del Parlamento de Aix, que se considera a sí mismo un colono egipcio, podría hacer que le cortaran a su hermanita el más hermoso cuello del mundo...

Esos «colonos presidentes» son auténticos rebanadores de cabezas; cortan una nuca con la misma facilidad que una corneja arroja nueces, sea justo o no sea justo, no se paran en mientes; el rigorismo lleva, como la propia Therrlis, una venda sobre los ojos puesta por la estupidez, y en la ciudad de Aix los filósofos nunca han conseguido quitársela...

Decidieron reunirse a deliberar: el conde, el marqués, la señora de d' Olincourt y su adorable hermana fueron a cenar a un pequeño pabellón del marqués en el bosque de Bolonia y allí el severo areópago dictaminó, en un enigmático estilo parecido a las respuestas de la sibila de Cumas o a las sentencias del Parlamento de Aix, pues el pretendido origen egipcio servía de pretexto para el jeroglífico, que «el presidente se casaría y no se casaría lo más mínimo». Dictada la sentencia, instruidos convenientemente los actores, regresan todos a casa del barón: la joven no pone el menor reparo a su padre; d'Olincourt y su mujer le aseguran que un enlace tan bien concertado es para ellos una auténtica alegría, se muestran extrañamente cariñosos con el presidente, procuran no reírse cuando está-presente y se granjean tan a fondo las simpatías del yerno y del cuñado que uno y otro dan su consentimiento para celebrar los misterios del himeneo en el castillo de d'Olincourt, cerca de Melun, espléndida finca perteneciente al marqués. Todos aceptan, únicamente el barón dice- está desolado por no poder participar en los placeres de una fiesta tan deliciosa, pero si puede irá a verlos. Al fin llega el día, los cónyuges son sacramentalmente unidos en Saint-Sulpice, muy temprano por la mañana, sin el menor boato, y aquel mismo día parten para d'Olincourt. Disfrazado con el nombre y uniforme de La Brie, ayuda de cámara de la marquesa, el conde de Elbene recibe a la comitiva a su llegada y, terminada la cena, conduce a los esposos a la cámara nupcial, cuya decoración y maquinaria eran de su invención y por él igualmente iban a ser manejadas.

-Verdaderamente, preciosa -exclama el enamorado provenzal tan pronto como se queda a solas con su pretendida-. Poseéis encantos que podrían ser los de la mismísima Venus, cáspita! 4. Ignoro dónde los habréis adquirido, pero se podría recorrer toda Provenza sin encontrar nada que os iguale.

Y acto seguido empieza a pasar la mano por las enaguas de la pobre Téroze, que no sabía qué hacer, si dejarse llevar de la risa o del miedo.

-Por aquí, por allá y por todas partes, que Dios me condene y que no vuelva nunca a juzgar a una ramera si estas no son las formas del amor bajo los espléndidos faldones de su madre.

Mientras tanto entra La Brie llevando dos platillos dorados; ofrece uno o la joven esposa y otro al señor presidente:

-Bebed, castos esposos -dice--, y que ambos halléis en este bebedizo las dádivas del amor y los dones del himeneo.

-Señor presidente -continúa La Brie al ver que el magistrado quiere saber a qué viene ese brebaje-, esta es una tradición parisiense que se remonta al bautismo de Clodoveo: es costumbre entre nosotros que antes de que celebréis los misterios a los que ambos os vais a consagrar encontréis en este lenitivo, purificado por la bendición del obispo, las fuerzas necesarias para esa empresa.

-¡Ah!, claro que sí, con mucho gusto -contesta el magistrado-, traed, traed, amigo mío...

Pero, ¡diantre!, si echáis leña al fuego que vuestra joven ama se ponga en guardia, pues ya estoy excitadísimo, y si me ponéis en un estado tal que ni me reconozca, no sé lo que va a pasar.

El presidente bebe, su joven esposa le imita, los criados se retiran y ellos se acuestan, pero apenas lo han hecho cuando le acometen al presidente unos dolores de tripas tan intensos, una necesidad tan apremiante de aliviar su débil naturaleza por el lado opuesto al que tendría que ser, que, sin el menor cuidado por el sitio en que se halla, sin ningún respeto hacia aquella que comparte su lecho, inunda la cama y sus inmediaciones con un diluvio de bilis tan considerable que la señorita de Téroze, despavorida, tiene el tiempo

justo para bajarse y pedir auxilio. Van acudiendo el señor y la señora de d'Olincourt, que habían tenido buen cuidado de no irse a la cama; llegan a toda prisa. El consternado presidente se cubre con las sábanas para que no le vean, sin darse cuenta de que cuanto más se tapa más se ensucia, y al final presenta un aspecto tan horroroso y repugnante que su joven esposa y todos los presentes se retiran, lamentando vivamente su estado y asegurándole que al instante avisarán al barón para que envíe en seguida al castillo a uno de los mejores médicos de la capital.

-¡Oh, cielos! -exclama el desdichado presidente, presa de la consternación, cuando se queda a solas-. ¿Qué aventura es ésta? Yo creía que sólo se podía descargar de esta forma en palacio y sobre flores de lis, pero la noche de bodas y en el lecho de la parienta, realmente no lo comprendo.

Un teniente del regimiento de d'Olincourt, llamado Delgatz, que para cuidar de los caballos del regimiento había estudiado dos o tres cursos en la escuela de Veterinaria, no dejó de acudir al día siguiente con los títulos y emblemas de uno de los más famosos hijos de Esculapio. Aconsejaron al señor de Fontanis que hiciera acto de presencia con una simple bata de casa, y la señora presidente de Fontanis, a la que, no obstante, aún nodeberíamos dar ese nombre, no ocultó a su marido lo atractivo que le encontraba con ese atuendo: llevaba una bata de casa de damasco amarillo con rayas rojas hasta la cintura, adornada con cenefas y chorreras; por debajo, un corto chaleco de estameña marrón, calzones de marinero del mismo color y un bonete de lana roja; todo, ello realzado por la atractiva palidez que el accidente de la víspera incrementó de tal manera el amor de la señorita de Téroze que no quería dejarle solo ni un minuto.

-¡Pobrecita! -decía el presidente-. ¡Cómo me quiere! Sin duda es la mujer que el cielo me destinaba para ser feliz; me he portado muy mal la noche pasada, pero no siempre tiene uno diarrea.

Entretanto llega el médico, toma el pulso a su paciente y, sorprendido por su debilidad, le demuestra con los aforismos de Hipócrates y los comentarios de Galeno que si no se restablece por la noche bebiéndose para cenar media docena de botellas de vino de España o de Madeira, le será imposible lograr la deseada desfloración; en cuanto a la indigestión de la víspera, le aseguró que no era nada.

-Eso ocurre -le dijo- cuando la bilis no ha sido bien filtrada por los vasos del hígado.

-Pero -le pregunta el marqués-, ¿no era peligroso ese trastorno?

-Os ruego que me perdonéis, señor -contestó gravemente el acólito del templo de Epidauro-, pero en medicina no hay nunca causas pequeñas que no puedan llegar a tener consecuencias si la profundidad de nuestro arte no corta en seguida sus efectos. Ese trastorno podría producir una alteración considerable en el organismo del señor; esa bilis infiltrada, llevada por el cayado de la aorta a la arteria subclavia, transportada desde allí por las carótidas a las delicadas membranas del cerebro, al alterar la circulación de los espíritus animales, pues anula su actividad natural, hubiera podido producir la locura.

-¡Oh, cielos! -exclamó la señorita de Téroze sollozando-. ¡Mi marido loco! Hermana mía, ¡mi marido loco! -Tranquilizaos, señora, no es nada, gracias a la prontitud de mis cuidados, y yo me hago responsable del enfermo.

Con estas palabras la alegría renació en todos los corazones. El marqués de d'Olincourt abrazó con ternura a su cuñado, le testimonió de forma provinciana e impetuosa el vivo interés que le inspiraba y ya no hubo más que animación. El marqués recibía aquel día a sus vasallos y vecinos; el presidente quiso ir a acicalarse, se lo prohibieron y se divirtieron presentándole con la mencionada indumentaria a toda la población de los alrededores.

-¡Pero qué bien está así! -comentaba a cada momento la marquesa con mordacidad-. Realmente, señor de d'Olincourt, si antes de conoceros hubiera sabido que la soberana magistratura de Aix contaba con personas tan encantadoras como mi querido cuñado, os aseguro que habría elegido esposo entre los miembros de esa respetable asamblea.

Y el presidente le daba las gracias y se agachaba, riéndose burlonamente, haciendo muecas de vez en vez delante de los espejos y diciéndose a sí mismo en voz baja: «Realmente no estoy nada mal.» Al fin llegó la hora de la cena; hicieron que se quedara el maldito médico, a quien, como bebía como un suizo, no le costó demasiado convencer a su paciente para que le imitara. Habían tenido buen cuidado de colocar a su alcance vinos espiritosos que, al trastornar con notable rapidez los órganos de su cerebro, pusieron al presidente en el estado que deseaban. Se levantaron de la mesa; el teniente, que había representado magistralmente su papel, se fue a la cama y a la mañana siguiente desapareció.

En cuanto a nuestro héroe, su mujer se había hecho cargo de él y le condujo al lecho nupcial. Todos le escoltaron triunfalmente, y la marquesa, siempre encantadora pero mucho más cuando había bebido un poco de champaña, le comentó que se había excedido y que se temía que, trastornado por los vapores de Baco, el amor aún no pudiera encadenarle aquella noche.

Esto no es nata, señora marquesa -contestó el presidente-. Esos dioses seductores, cuando se juntan, son todavía más temibles. En cuanto a la razón, que se pierda con el vino o en las llamas del amor, como se puede prescindir de ella, ¡qué importa a cuál de esas dos divinidades se la sacrifique! Nosotros, los magistrados, de lo que mejor sabemos prescindir es de la razón; desterrada de nuestros tribunales tanto como de nuestras cabezas, nos divertimos pisoteándola, y eso es lo que hace que nuestras sentencias sean verdaderas obras maestras, pues aunque no tiene el menor sentido común son ejecutadas con tanta firmeza como si se supiera lo que quieren decir. Aquí donde me veis, señora marquesa -prosiguió el presidente dando traspiés y recogiendo su rojo bonete que una momentánea pérdida de equilibrio acababa de separar de su cráneo pelado-, sí, en honor a la verdad, aquí donde me veis, soy uno de los mejores cerebros de mi cuadrilla; fui yo quien convenció a mis ingeniosos colegas, el año pasado, para que desterraran por diez años de la provincia, arruinándole de esa forma para siempre, a un gentilhombre que había servido cabalmente al rey en todo momento, y todo por un puñado de rameras. Hubo discusiones, yo di mi opinión y el rebaño se plegó a mi voz... Sabéis, señora, a mí me gustan las buenas costumbres, la templanza y la sobriedad; todo lo que está en contra de tales virtudes me subleva y lo castigo sin miramientos; hay que ser severo, la severidad es la hija de la justicia... y la justicia es la madre de... Os ruego que me disculpéis, señora, hay ocasiones en que la memoria me juega estas pasadas.

-Sí, sí, eso es muy justo -contestó la marquesa marchándose y llevándose a todo el mundo-. Cuidad tan sólo de que esta noche no os pase como vuestra memoria, pues, en fin, hay que terminarlo y mi hermanita, que os adora, no va a conformarse eternamente con abstinencia semejante.

-No temáis nada, señora, no temáis nada -continuó el presidente queriendo seguir de nuevo a la marquesa con pasos un tanto circunflejos-. No tengáis miedo; os prometo que mañana os la devuelvo corno señora de Fontanis; tan cierto como que soy hombre de honor. ¿Verdad, pequeña? -prosiguió el picapleitos volviéndose hacia su esposa-. ¿No estáis de acuerdo conmigo en que esta noche nuestra tarea quedará hecha de una vez...?

Ya podéis ver cómo lo desean; no hay un solo miembro de vuestra familia que no se sienta orgulloso de emparentar conmigo; nada honra tanto a una casa como un magistrado.

-¿Y quién lo duda, señor? -contestó la joven-. Os aseguro que en lo que a mí respecta jamás me he sentido tan orgullosa como desde que oigo que me llaman señora presidente.

-No me cuesta creeros; vamos, desnudaos, astro mío, siento cierta pesadez y me gustaría, si es posible, concluir nuestra operación antes de que el sueño me venza por completo.

Pero como la señora de Téroze, como es habitual entre las recién casadas, nunca ponía punto final a su aseo, como nunca encontraba lo que buscaba, no paraba de regañar a sus doncellas y no acababa nunca, el presidente, que no podía con su alma, optó por meterse en la cama conformándose con gritar durante un cuarto de hora: -Pero, venga pardiez, venid; no puedo explicarme lo que estáis haciendo. Dentro de un momento ya no tendremos tiempo.

Pero a pesar de todo no terminaba nunca, y como en el estado de embriaguez en que se hallaba nuestro moderno Licurgo le era difícil apoyar la cabeza sobre una almohada sin quedarse dormido, se dejó vencer por la más apremiante de sus necesidades. Y estaba ya roncando como si hubiera juzgado a alguna ramera de Marsella antes de que la señorita de Téroze se hubiera siquiera cambiado de camisa.

-Así está muy bien -dice el conde de Elbene entrando sigilosamente en la habitación-.

Ven, amor mío, ven a concederme los momentos de dicha que esa grosera bestia desearía arrebatarnos.

Con estas palabras se lleva al adorado objeto de su idolatría. Las luces se apagan en la cámara nupcial, cubren en seguida el suelo con colchones y, a una señal, la parte del lecho ocupada por nuestro picapleitos es separada del resto y por medio, de unas poleas se eleva a veinte pies del suelo, sin que el soporífero estado en que se encuentra nuestro legislador le permita darse cuenta de nada. Sin embargo, hacia las tres de la mañana, despertado por cierta plenitud de la vejiga, acordándose de que ha visto cerca de él una mesita con el recipiente apropiado para vaciarla, extiende su mano a tientas. Extrañado al no encontrar más que vacío a su alrededor se incorpora, pero la cama que está suspendida únicamente por unas cuerdas sigue el movimiento del que se inclina y acaba por ceder de tal forma que, basculando todo su peso, vomita en medio del dormitorio el lastre que la sobrecarga. El presidente cae sobre los colchones allí dispuestos y su sorpresa es tan grande que se pone a aullar como un ternero al que llevan al matadero.

-Pero, ¿qué diablos es esto? -se pregunta-. Señora, señora, estáis ahí, ¿verdad? Muy bien. ¿Comprendéis algo de esta caída? Ayer me acuesto a cuatro pies del suelo y, mira por donde, para coger mi orinal me caigo desde más de veinte de altura.

Pero como nadie contesta a sus delicadas quejas el presidente, que después de todo no se sentía tan mal acomodado, renuncia a sus averiguaciones y acaba allí la noche como si la hubiera pasado en su jergón provenzal. Tuvieron buen cuidado tras la caída de bajar un poco la cama de nuevo y acoplarla a la parte de la que se había separado. No parecía formar más que un único lecho, y hacia las nueve de la mañana la señorita de Téroze regresó sigilosamente a su alcoba; apenas entra abre las ventanas y llama a sus doncellas.

-Realmente, señor -le dice al presidente-, hay que reconocer que vuestra compañía no es nada agradable, y no voy a dejar de quejarme a mi familia de los modales que estáis mostrando conmigo.

-¿Qué es esto? -dice el presidente algo más sobrio, frotándose los ojos y sin entender nada del accidente que le hace estar por tierra.

-Pero, ¿cómo?, pues es que -contesta la joven esposa haciendo gala de su mejor sentido del humor-, cuando guiada por los movimientos que debían unirme a vos me iba acercando a vuestra persona para recibir la confirmación de esos mismos sentimientos de vuestra parte, me rechazáis con furor y me arrojáis al suelo...

-¡Oh, cielos! -exclama el presidente-. Mirad, pequeña mía, empiezo a entender algo de todo esto. Os pido mil perdones... Es que esta noche, apremiado por la necesidad, intentaba satisfacerla por cualquier medio, y con los movimientos que hice cuando me bajé de la cama sin duda os eché fuera a vos también; pero todo esto es tanto más disculpable, puesto que sin duda estaba soñando y creí que me había caído desde más de veinte pies de altura. Vamos, no es nada, no es nada, ángel mío. Esta noche volveremos a empezar y os aseguro que me portaré como es debido. No voy a beber más que agua; pero, por lo menos, dadme un beso, corazoncito mío, y hagamos las paces antes de aparecer en público, pues de lo contrario pensaría que seguís enfadada conmigo y eso no lo desearía ni por un imperio.

La señorita de Téroze accede a presentar una de sus mejillas de rosa, aún encendida por el fuego del amor, a los sucios besos del viejo fauno. Acuden los demás y los dos cónyuges ocultan cuidadosamente la desdichada catástrofe nocturna.

Todo el día transcurre consagrado a distracciones y sobre todo a paseos que, al alejar al señor de Fontanis del castillo, daban tiempo a La Brie para preparar nuevas escenas. El presidente, totalmente resuelto a poner el broche final a su matrimonio, se comportó de tal forma en las comidas que les fue imposible utilizar esa oportunidad para poner su entendimiento en entredicho, pero afortunadamente tenían mas de un resorte para mover y el atractivo Fontanis contaba con demasiados enemigos conjurados contra él para poder escapar a sus trampas. Se van a la cama.

-¡Oh! Esta noche, ángel mío -anuncia el presidente a su joven mitad-, estoy seguro de que no os podréis librar.

Pero ya que se hacia el valiente era menester que las armas con las que amenazaba estuvieran en condiciones, y como quería lanzarse al asalto como Dios manda, el pobre provenzal hacia terribles esfuerzos en su lado de la cama. Se ponía tieso, se crispaba, todos sus nervios estaban en una tensión tal que le hacían presionar sobre el lecho con una fuerza dos o tres veces superior a la que hubiera hecho en estado de reposo, y así las vigas preparadas en el techo acabaron rompiéndose y precipitaron al desdichado  agistrado a un establo de puercos que estaba instalado precisamente debajo de la habitación.

Los habitantes del castillo de d'Olincourt discutieron durante muchísimo tiempo quién debió ser más sorprendido, si el presidente, hallándose de esa forma entre un tipo de animales tan frecuentes en su patria, o los animales en cuestión al descubrir entre ellos a uno de los más ilustres magistrados del Parlamento de Aix. Varios sugirieron que el placer debió ser igual por ambas partes. Realmente, ¿no debió sentirse por las nubes el presidente al hallarse de nuevo en sociedad, por llamarlo de alguna manera, y al poder oler por un instante el tufo de su terruño?, y, por otra parte, los impuros animales prohibidos por el bondadoso Moisés debieron dar gracias al cielo por contar al fin con un legislador a su cabeza, y nada menos que un legislador del Parlamento de Aix que, acostumbrado desde su infancia a juzgar causas relacionadas con el elemento favorito de esas amables bestias, podría un día evitar o zanjar cualquier discusión sobre ese elemento tan común a la organización de los unos y de los otros.

Fuera como fuese, la amistad no cuajó desde un primer momento, y como la civilización, madre de la cortesía, apenas está más adelantada entre los miembros del Parlamento de Aix que entre los animales que desprecia el israelita, se produjo al principio una especie de choque en el que el presidente no cosechó laureles precisamente. Le golpearon, le magullaron, le hostigaron a golpes de hocico; se quejó, no le hicieron caso; juró que lo recogería en acta, nada; amenazó con condenas, nadie se inmutó lo más mínimo; amenazó con el exilio, le tiraron por el suelo, y el desventurado Fontanis, empapado de sangre, empezaba ya a dictar una sentencia a la hoguera nada menos cuando al fin acudieron en su auxilio.

Eran La Brie y el coronel que, provistos de antorchas, trataban de rescatar al magistrado

del fango en que se estaba hundiendo. Pero había que encontrar un sitio por donde pudieran agarrarle, pues como estaba rebozado de la cabeza a los pies, sacarle no resultaba ni fácil ni desde luego agradable para el olfato. La Brie fue a buscar una horquilla, un palafrenero al que llamaron en seguida apareció con otra y como mejor pudieron sacaron a nuestro hombre de la infame cloaca a la que su caída le había precipitado. Pero, ¿a dónde podían llevarle después de esto? Eso era lo peliagudo y la solución no se antojaba fácil.

Tenían que expiar la sentencia, tenían que lavar al culpable; el coronel propuso una carta de abolición, pero el palafrenero, que no entendía ninguno de estos términos rimbombantes, sugirió que debían meterle sencillamente un par de horas en el abrevadero, tras lo cual, cuando estuviera suficientemente a remojo, podían acabar de ponerle a punto a base de manojos de paja. Pero el marqués alegó que el frío del agua podía afectar la salud de su hermano y, ante esto, como La Brie había asegurado que el lavadero de la cocina aún estaba lleno de agua caliente, transportaron allí al presidente y le confiaron a los cuidados de aquel discípulo de Comus, que, en menos que canta un gallo, le devolvió tan limpio como un plato de porcelana.

-No os propongo que volváis junto a vuestra esposa -le comenta d'Olincourt mientras está enjabonándose-, demasiado conozco vuestra delicadeza. Así, pues, La Brie va a conduciros a una pequeña habitación de soltero donde podéis pasar tranquilamente el resto de la noche.

-Bien, muy bien, mi querido marqués -contesta el presidente-, apruebo vuestro plan, pero reconoceréis que debo estar embrujado para que todas las noches que paso en este maldito castillo me ocurran aventuras de este tipo.

Detrás de todo ello existe alguna causa física-responde el marqués-. Mañana el médico volverá a estar con nosotros, os recomiendo que le consultéis.

-Sí, lo deseo -contesta el presidente, y al entrar con La Brie en su pequeña habitación añade mientras se mete en la cama-: realmente, querido amigo, nunca había estado tan cerca del fin.

-Por desgracia, señor -le contesta el diligente muchacho-, hay en todo esto una fatalidad del cielo, y os aseguro que os compadezco con toda mi alma.

Tras tomarle el pulso al presidente, Delgatz le aseguró que la ruptura de las vigas se debía únicamente a una excesiva obstrucción de los vasos linfáticos que, al duplicar la masa de los humores, aumentaba en proporción el volumen animal; que, por consiguiente, era necesaria una dieta rigurosa que, depurando la acritud de los humores disminuyera lógicamente el peso físico y coadyuvara a la tarea que se había propuesto, y que además...

-Pero, señor -le interrumpe Fontanis-, tengo la cadera destrozada y el brazo izquierdo dislocado por esa espantosa caída.

-Os creo -le respondió el doctor-, pero ese tipo de trastorno secundario no es precisamente el que más me preocupa, yo siempre me remonto a las causas. Hay que investigar en la sangre, señor. Al disminuir la acritud de la linfa conseguimos en la sangre, señor. Al disminuir la acritud de la linfa conseguimos descongestionar los vasos, y al hacer más fluida la circulación por los vasos acabamos reduciendo la masa física, y el resultado será que los techos ya no cederán bajo vuestro peso y así, en adelante, podréis entregaros en vuestra cama a todos los ejercicios que os apetezcan sin correr nuevos peligros.

-Pero, ¿y mi brazo, caballero, y mi cadera?

-Haremos una purga, señor, una purga. Ahora mismo empezaremos con un par de sangrías locales y todo se irá arreglando sin que os deis cuenta.

Aquel mismo día comenzó la dieta. Delgatz, que no abandonó a su paciente en toda la semana, le puso a caldo de gallina y le hizo tres purgaciones seguidas, prohibiéndole por encima de todo que pensase en su mujer. Aunque el teniente Delgatz no tenía ni la menor idea su régimen funcionó a las mil maravillas. Él aseguró a sus amigos que hacía tiempo había seguido ese mismo tratamiento cuando estuvo trabajando en la escuela de veterinaria, con un asno que se había caído a un profundo bache y al cabo de un mes el animal podía otra vez acarrear sus sacos de yeso como siempre había hecho. En efecto, el presidente, que no dejaba de estar bilioso, se fue poniendo sano y coloradote, sus contusiones fueron desapareciendo y nadie se ocupó de otra cosa más que de su recuperación y de dotarle de las fuerzas necesarias para que pudiera soportar lo que aún le esperaba.

A los doce días de tratamiento, Delgatz cogió de la mano a su paciente y se lo presentó a la señorita de Téroze:

-Aquí le tenéis, señora -le dijo-, aquí le tenéis. Os traigo sano y salvo a un hombre que se rebela contra las leyes de Hipócrates y que si se deja llevar sin freno de las fuerzas que yo le he devuelto antes de seis meses tendremos el placer de ver... -prosiguió Delgatz, poniendo suavemente la mano sobre el vientre de la señorita de Téroze-. Sí, señora, a todos nos cabrá la satisfacción de ver ese hermoso seno torneado por las manos del himeneo.

-Dios os oiga, doctor -contestó la bribonzuela-, porque reconoceréis que es muy duro ser esposa desde hace quince días y seguir siendo doncella.

-No tiene nada que ver -exclamó el presidente-. No se tienen indigestiones todas las noches ni todas las noches la necesidad de orinar saca a un esposo de su lecho, ni siempre que uno cree que va a hallarse en los brazos de una hermosa mujer se cae a un establo de cerdos.

-Ya veremos --contesta la joven Téroze lanzando un hondo suspiro-, ya veremos, señor; pero si me amarais como yo os amo, sin duda no os ocurrirían todas esas desgracias.

La cena fue muy animada, la marquesa estuvo divertida y mordaz. Apostó contra su marido por el éxito de su cuñado y se retiraron todos.

Los preparativos se hacen a toda prisa, la señorita de Téroze ruega a su marido por pudor que no deje ninguna luz encendida en la habitación. Él, demasiado desmoralizado para decir que no a algo, hace cuanto le piden y se meten en la cama. Aunque no sin esfuerzo, el intrépido presidente triunfa y logra cortar, o se cree que lo logra, por fin, esa preciosa flor a la que estúpidamente tan gran valor se concede. Cinco veces consecutivas ha sido coronado por el amor cuando se hace de día. Se abren las ventanas y los rayos del astro que dejan penetrar en la habitación muestran al fin a los ojos del vencedor la víctima que acaba de inmolar... ¡Cielos!, cómo se queda cuando descubre a una vieja negra en lugar de su mujer, cuando ve que una figura tan oscura como repelente reemplaza a los delicados encantos que creyó poseer! Se echa hacia atrás, grita que está embrujado y entonces aparece su mujer, y al sorprenderle con aquella divinidad de Ténaro le pregunta con acritud qué es lo que ella ha podido hacerle para que la traicione de forma tan cruel.

-Pero, señora, ¿no fue con vos con quien ayer...?

-Yo, señor, avergonzada, humillada, al menos nadie puede reprocharme que no me haya mostrado sumisa con vos. Vísteis a esta mujer a mi lado, me rechazasteis brutalmente para poder abrazarla. Habéis hecho que ocupe mi sitio en el lecho que me estaba destinado y yo me retiré confusa y con mis lágrimas como único consuelo. -Pero, ángel mío, decirme, ¿estáis totalmente segura de lo que afirmáis?

-¡Monstruo! ¡Aún quiere insultarme después de tan tremendos ultrajes y cuando esperaba consuelo el sarcasmo es mi única recompensa... ! ¡Venid, hermana mía, venid! ¡Qué venga toda mi familia y contemple el indigno objeto al que he sido sacrificada... ! Aquí está, aquí está... esa odiosa rival -gritaba la joven esposa frustrada en sus prerrogativas mientras vertía un torrente de lágrimas-, y aún en mi presencia se atreve a seguir en sus brazos. ¡Oh, amigos míos! -prosiguió desesperada la señorita de Téroze congregando a todo el mundo a su alrededor-. ¡Ayudadme! ¡Dadme armas contra este perjuro! ¿Era esto lo que me podía esperar adorándole como le adoraba?

Nada más hilarante que el semblante de Fontanis ante estas sorprendentes palabras. Miraba con ojos extraviados a la negra y dirigiéndolos luego hacia su joven esposa la contemplaba con una especie de estúpida atención que, a decir verdad, empezaba a resultar inquietante para la buena marcha de su cerebro. Por una curiosa fatalidad, desde que el presidente se hallaba en Olincourt, La Bne, el encubierto rival al que hubiera debido tener más miedo que a nadie, se había convertido en un personaje en el que más plenamente confiaba. Le llama.

-Amigo mío -le dice-, vos me parecisteis siempre un joven de lo más sensato. ¿Tendríais la bondad de decirme si realmente habéis advertido algún trastorno en mi cabeza?

-Para ser sincero, señor presidente -le contesta La Brie con aire triste y compungido-, no me había atrevido nunca a decíroslo, pero como me hacéis el honor de solicitar mi opinión no os voy a ocultar que desde vuestra caída al establo de los cerdos las ideas no han vuelto nunca a emanar puras de las membranas de vuestro cerebro. Que eso no os preocupe, señor, porque el médico que ya os atendió en una ocasión es uno de los hombres mas eminentes que han pasado por esta casa... Por ejemplo, estuvo aquí con nosotros el juez de la hacienda del señor marqués que se había vuelto loco hasta tal punto que no había un solo joven libertino en toda la comarca, que se lo pasara bien con una muchacha, a quien ese truhán no abriera en seguida un sumario por lo criminal, y condenas y sentencias y el destierro y todas las infamias que esos bribones tienen siempre a flor de labios.

Pues bien, señor, nuestro doctor, ese hombre eminente que ya tuvo el gran honor de recetaros dieciocho sangrías y treinta medicamentos, le volvió la cabeza tan cuerda como si no hubiera sido juez en toda su vida. Pero, un momento -prosiguió La Brie volviéndose hacia el ruido que oía-, parece muy cierto eso que se dice de que tan pronto como se nombra a una bestia ya se le está viendo el plumero... pues aquí viene en persona.

-Oh, buenos días, querido doctor-exclama la marquesa al ver llegar a Delgatz-, realmente no creo que hayamos tenido nunca tanta necesidad de vuestro ministerio. Nuestro querido amigo el presidente sufrió ayer por la noche un pequeño trastorno mental que le llevó, a pesar de los esfuerzos de todos, a poseer, en vez de a su mujer, a una negra.

-¿A pesar de todos? -replica el presidente-. Pero, ¿quién trata de impedírmelo?

-Yo mismo en primer lugar, y con todas mis fuerzas -contestó La Brie-, pero el señor insistía con tal violencia que preferí dejarle hacer antes que exponerme a que me lastimara.

Y al oír esto, el presidente se rascaba la cabeza y empezaba a no saber ya a qué atenerse cuando el médico se acerca a él y le toma el pulso:

-Esto es más grave que el primer accidente -dice Delgatz bajando los ojos-. Es un residuo subrepticio de vuestra última enfermedad, un fuego oculto que escapa a la mirada inteligente del artista y que estalla en el momento en que menos se piensa. Se trata de una clara obstrucción del diafragma y de un terrible eretismo en la organización.

-¿Heretismo? -exclamó el presidente enfurecido-. ¿Qué quiere decir ese cretino con eso de heretismo? Bellaco, entérate de que yo no he sido herético jamás. Bien se ve, viejo imbécil, que, poco versado en la historia de Francia, ignoras que somos nosotros los que quemamos a los heréticos. Ve a visitar nuestra tierra, olvidado bastardo de Salerno; ve, amigo mío, ve a ver como Merindol y Cabrières siguen humeando tras los incendios que allí provocamos; paséate por los ríos de sangre con que los honorables miembros de nuestro tribunal regaron tan a conciencia la provincia; párate a escuchar los lamentos de los desdichados que inmolamos a nuestra furia, los sollozos de las mujeres a las que arrancamos de los brazos de sus maridos, el grito de los niños que asesinamos en el regazo de sus madres, todos y cada uno de los santos horrores que cometimos y verás si después de una conducta tan intachable se puede consentir a un pillo como tú que venga a tacharnos de heréticos.

El presidente, que seguía en la cama al lado de la negra, le había propinado tan tremendo puñetazo en el calor de su alocución en la nariz que la desdichada se había ido aullando como una perra a la que le roban sus cachorros.

-¡Bien! ¿Furioso, amigo mío? -preguntó d'Olincourt acercándose al enfermo-. ¿Es así como os comportáis, presidente? ¿Sabéis que vuestra salud se resiente y que es imprescindible cuidaros?

-Perfectamente. Cuanto se me hable así haré caso, pero escuchar cómo ese barrendero de Saint-Côme me tacha de herético admitiréis que no lo puedo soportar.

-No ha sido esa su intención, mi querido amigo -comentó la marquesa amablemente-. Eretismo es sinónimo de inflamación y nunca tuvo nada que ver con herejía.

-¡Ah!, perdón, señora marquesa, perdonadme, es que a veces soy un poco duro de oído.

Venga, que se acerque ese grave discípulo de Averroes y me diga algo, le escucharé..., es más, haré cuanto me mande.

Delgatz, a quien la ardorosa salida del Presidente había obligado a echarse a un lado por temor a que le pasara como a la negra, se acercó de nuevo junto a la cama.

-Os lo repito, señor -dijo el moderno galeno tomando otra vez el pulso a su paciente-, un tremendo eretismo en la organización.

-Here...

Eretismo, señor-corrigió apresuradamente el doctor, escondiendo la cabeza por miedo a otro puñetazo-, por lo que diagnostico una brusca flebotomización en la yugular que habrá que tratar con frecuentes baños de agua helada.

-No soy demasiado partidario de las sangrías -observó d'Olincourt . El señor presidente ya no tiene edad para soportar esa clase de pruebas a no ser que exista una necesitad imperiosa.

Además, no comparto esa obsesión por la sangre que tienen los hijos de Themis y de Esculapio. Opino que hay tan pocas enfermedades que merezcan su efusión como escasos son los delitos que exijan su derramamiento. Espero, presidente, que ahora que se trata de ahorrar la vuestra os mostréis de acuerdo conmigo; si no fuera por vuestro interés en este caso no me sentiría tal vez tan seguro de vuestra opinión.

-Señor -contestó el presidente-, apruebo la primera parte de vuestro discurso, pero me permitiréis que disienta de la segunda. El delito ha de ser lavado con sangre, sólo con ella se le extirpa y se le previene. Comparad, señor, todos los males que el crimen puede llegar a producir sobre la tierra con la insignificancia de una docena de miserables ejecutados al año para prevenirlo.

-Vuestra paradoja, amigo mío, carece de sentido común -contesta d'Olincourt-, es dictada por el rigorismo y la estupidez; es en vos una tara de vuestra profesión y de vuestro terruño de la que deberéis abjurar para siempre. Aparte de que vuestros estúpidos rigores jamás consiguieron contener el crimen, decir que una fechoría hace perdonar la siguiente y que la muerte de un hombre puede resultar beneficiosa para la del anterior es un absurdo.

Vos y los que que son como vos deberíais avergonzaros de tales procedimientos que, más que de vuestra integridad, dan testimonio de vuestra desmesurada afición al despotismo.

Tienen toda razón al llamaros los verdugos del género humano; vosotros solos destruís a más hombres que todos los azotes de la naturaleza juntos.

-Caballeros -interrumpe la marquesa-, no me parece que sea esta la ocasión ni el momento para una discusión semejante. En vez de tranquilizar a mi querido hermano, señor -prosiguió dirigiéndose a su marido-, estáis encendiendo su sangre y vais quizá a hacer incurable su enfermedad.

La señora marquesa tiene toda la razón -añadió el doctor-, permitidme, señor, ordenar a La Brie que haga poner cuarenta libras de hielo en la bañera, que la llenen después con agua del pozo y mientras lo preparan yo ayudaré a mi paciente a levantarse.

Todos se van en seguida. El presidente se levanta y regatea de nuevo a propósito del baño helado que, según decía, iba a dejarle otra vez fuera de combate por seis semanas como mínimo, pero no hay forma de evitarlo. Baja, le sumergen, le tienen en él diez o doce minutos, a la vista de todos, apostados por los rincones en derredor suyo para regocijarse con la escena, y el enfermo, seco ya del todo, se viste y se une al grupo como si nada hubiera pasado.

La marquesa, después de cenar, propone ir a dar un paseo. -La distracción ha de sentarle bien al presidente, ¿verdad, doctor?, le pregunta a Delgatz.

-Por supuesto -contesta éste-. La señora recordará que no hay ningún hospital en donde no asignen un patio a los locos para que puedan tomar el aire.

-Me alegro-dice el presidente-de que todavía no penséis que no tengo remedio.

-Ni mucho menos, señor -le contesta Delgatz-. Se trata de un ligero trastorno que cuidado oportunamente no tiene por qué tener ninguna consecuencia, pero es preciso que el señor presidente repose y se tranquilice.

-Pero, ¿cómo, señor? ¿Creéis que esta noche no podré tomarme la revancha?

-¿Esta noche, señor? La sola mención me hace estremecer; si en vuestro caso yo hiciese gala del rigor con que tratáis a los demás os prohibiría las mujeres durante tres o cuatro meses.

-¡Tres o cuatro meses, cielos...! -y volviéndose hacia su esposa-: tres o cuatro meses, querida, ¿lo podríais soportar, ángel mío, lo podríais soportar?

-¡Oh!, el señor Delgatz se ablandará, eso espero -responde la joven Téroze con fingida ingenuidad-, al menos si no se apiada de vos se apiadará de mí...

Y salieron a pasear. Había un bote para pasar a la otra orilla y dirigirse a la casa de un gentilhombre vecino que estaba al tanto de todo y les esperaba para merendar. Una vez en la barca nuestros jóvenes se ponen a hacer diabluras y Fontanis, para complacer a su mujer, no deja de imitarles.

-Presidente -le dice el marqués-, apuesto a que no podéis colgaros como yo del cable de la barca y a que no resistís así varios minutos seguidos.

-Nada más fácil --contesta el presidente, apurando su carga de tabaco y empinándose sobre la punta de los pies para agarrar mejor la cuerda.

-Muy bien, muy bien, infinitamente mejor que vos, hermano -dice la pequeña Téroze al ver a su marido colgando.

Pero mientras el presidente así suspendido hace una exhibición de su destreza y de su donaire, los barqueros, que habían sido advertidos, doblan la fuerza de sus remos y al deslizarse velozmente la barcaza deja al desdichado entre el cielo y el agua... Grita, pide auxilio, estaban tan sólo a la mitad de la travesía y aún quedaban más de quince toesas para alcanzar la orilla.

-Haced lo que podáis -le gritaban-, acercaos nadando hasta la orilla, podéis ver que el viento nos arrastra y no es posible volver hacia donde estáis.

Y el presidente, resbalándose, pataleando, forcejeando, hacía cuanto podía para agarrar el bote que seguía escapándosele a fuerza de remos. Si hubiera un espectáculo divertido sería, sin duda, el de ver a uno de los más adustos magistrados del Parlamento de Aix, con su gran peluca y su negra toga, colgando de esa forma.

-Presidente -le gritaba el marqués desternillándose de risa-, sin duda esto es un designio de la providencia, es el talión, amigo mio, la ley del talión, la ley predilecta de vuestros tribunales, ¿por qué os quejáis de estar colgado así? ¿Acaso no condenasteis a menudo al mismo suplicio a quienes no se lo merecían tanto como vos?

Pero el presidente ya no podía oírle: terriblemente agotado por el violento esfuerzo que tenía que hacer, las manos le abandonan y cae al agua como una plomada. Al instante, dos buceadores que estaban preparados corren en su auxilio y le suben de nuevo a bordo, chorreando como un perro de aguas y blasfemando como un carretero.

Lo primero que hizo fue protestar por una broma que no venía a cuento. Le juran que en ningún momento han tenido la intención de gastarle broma alguna, que un golpe de viento había arrastrado el bote, le hacen entrar en calor en el camarote del barco, le cambian de ropa, le hacen carantoñas y su tierna esposa hace cuanto puede para que se olvide del pequeño accidente, y Fontanis, enamorado y débil, pronto está ya riéndose con todo el mundo del espectáculo que acaba de ofrecer.

Llegan, por fin, a casa del gentilhombre, son maravillosamente recibidos y se sirve una merienda espléndida; procuran que el presidente pruebe una crema de pistacho que tan pronto como llega a sus entrañas le obliga en el acto a informarse de dónde se encuentra el retrete. Le abren uno, terriblemente oscuro, y con una prisa espantosa se sienta y hace sus necesidades con diligencia, pero, concluida la operación, el presidente no puede levantarse.

-¿Y qué es esto ahora? -exclama tirando de los riñones.

Pero por más esfuerzos que hace o bien deja allí esa parte o le resulta imposible despegarse; mientras tanto su ausencia está causando cierta sensación; se preguntan dónde puede estar y los gritos que oyen conducen por fin a todos los reunidos a la puerta del fatídico gabinete.

-¿Pero qué diablos hacéis ahí tanto tiempo, amigo mío? -le pregunta d'Olincourt . ¿Os ha dado un cólico?

-Qué demonios -contesta el pobre diablo redoblando sus esfuerzos para poder incorporarse- no os dais cuenta de que me he quedado metido...

Pero para ofrecer a la concurrencia un espectáculo aún más divertido y para colaborar en los esfuerzos del presidente por levantarse del maldito asiento le pasaban por las nalgas, desde abajo, una llama de alcohol y agua que le chamuscaba el vello y que al aplicársela un poco mas cerca le obligaba a dar los saltos más increíbles y a hacer las muecas más espantosas... Cuanto más se reían, más se encolerizaba el presidente, increpaba a las damas, amenazaba a los caballeros y cuanto más se irritaba más cómico resultaba su congestionado semblante; con las sacudidas que daba la peluca se le había desprendido del cráneo y su occipucio al aire hacía aún mucho más divertidas las contorsiones de su rostro; al fin acude el gentilhombre, pide mil disculpas al presidente por no habérsele advertido que aquel retrete no estaba en condiciones de recibirle; él y sus servidores despegan como mejor pueden al paciente, no sin que éste pierda una tira circular de piel que, por mas esfuerzos que se hicieron, sigue pegada al borde del asiento y que los pintores tuvieron que remojar con cola fuerte para poderla pintar en seguida del color con que se deseaba decorar.

-A decir verdad -exclama Fontanis con descaro al salir-, bien contentos estáis de tenerme con vosotros y bien que os sirvo para vuestras diversiones.

-Injusto amigo -replica d'Olincourt-, ¿por qué tenéis siempre que achacarnos las desgracias que os envía la fortuna? Creía que bastaba con llevar puesto el ronzal de Themis para que la equidad constituyera una virtud natural, pero bien puedo ver que me equivocaba.

Es que vuestras ideas sobre lo que se entiende por equidad no son muy acertadas -responde el presidente-. En la abogacía nosotros distinguimos varias clases de equidad: está la que se llama equidad relativa y la equidad personal...

-Más despacio -contesta el marqués-; no he visto nunca que la virtud que tanto se analiza se practique demasiado; a lo que yo llamo equidad, amigo mío, es pura y simplemente a la ley de la naturaleza; aquel que la observe será siempre íntegro y sólo cuando se aparte de ella se volverá injusto. Contéstame, presidente, si tú te hubieras librado a algún capricho de la fantasía en la intimidad de tu casa, ¿te parecería muy equitativo que una turba de zopencos irrumpiera con sus antorchas en el seno de tu familia y que valiéndose de artimañas inquisitoriales, de engaños y de delaciones compradas, llegaran a descubrir ciertas faltas, disculpables cuando se tienen treinta años, y se aprovecharan de todas esas atrocidades para perderte, para desterrarte, para mancillar tu honor, deshonrar a tus hijos y saquear tus bienes? Dime, amigo mío, ¿te parecerían muy equitativos todos esos bribones? Y si es verdad que admites un Ser supremo, ¿adorarías ese modelo de justicia si así la ejerciera con los hombres? ¿No temblarías al estar sometido a él?

-¿Y cómo lo entendéis vos, os pregunto? Pues que, ¿es que vais a censurarnos por descubrir un delito...? Ese es nuestro deber.

Eso es falso, vuestro deber no consiste mas que en castigarlo cuando se descubre por sí mismo; dejad a las estúpidas y feroces máximas de la inquisición la bárbara y vulgar tarea de descubrirlo, como viles espías o infames delatores. ¿Qué ciudadano podrá estar tranquilo cuando, rodeado de sirvientes sobornados por vuestro celo, su honor o su vida estén en todo momento en manos de gentes que, amargadas por la cadena que arrastran, crean librarse de ella o aligerarla vendiéndoos a aquel que se la impone? Habréis multiplicado los bribones de la nación, habréis hecho pérfidas a las esposas, calumniadores a los lacayos, desgraciados a los hijos, habréis duplicado el cúmulo de los vicios y no habréis conseguido que florezca una sola virtud.

-Es que no se trata de que florezcan las virtudes, se trata, única y exclusivamente, de acabar con el crimen.

-Pero vuestros métodos los multiplican.

-Por supuesto, pero es la ley y debemos atenernos a ella; nosotros no somos legisladores, nosotros, mi querido marqués, somos «operadores».

-Decid más bien, presidente, decid más bien -replicó d'Olincourt, que ya empezaba a acalorarse- que sois «ejecutores», «verdugos distinguidos» que, enemigos del Estado por naturaleza, no os sentís a gusto más que oponiéndoos a su prosperidad, poniendo trabas a su bienestar, mancillando su gloria y haciendo que corra sin motivo alguno la preciosa sangre de sus súbditos.

A pesar de los dos baños de agua helada que Fontanis había tomado a lo largo del día, la bilis es una cosa tan difícil de eliminar en un magistrado que el pobre presidente se estremecía de rabia al oír cómo se denigraba de aquella manera a un oficio que consideraba tan respetable; no daba crédito a que eso que se llama la magistratura pudiera ser atacada de aquel modo y se disponía ya a replicar, tal vez como un marinero marsellés, cuando las damas se acercaron y propusieron regresar a casa. La marquesa preguntó al presidente si alguna nueva necesidad no le hacía ir al retrete.

-No, no, señora -contestó el marqués-; este respetable magistrado no siempre tiene cólicos, hay que disculparle si se ha tomado el ataque un poco a la tremenda; esa pequeña convulsión de las entrañas es una enfermedad habitual en Marsella o en Aix, y desde que hemos visto cómo una turba de bribones, colegas de este buen mozo, juzgaban como «envenenadas» a unas cuantas rameras que no tenían más que un cólico, no debemos extrañarnos de que un cólico sea un grave asunto para un magistrado provenzal.

Fontanis, uno de los jueces más comprometidos en aquel caso que había cubierto de vergüenza para siempre a los magistrados de Provenza, estaba ya en un estado difícil de describir, balbuceaba, pataleaba, echaba espuma por la boca, se parecía a esos dogos que en un combate de toros no consiguen morder a su adversario y d'Olincourt, aprovechándose de su situación:

-Miradle, señoras, y decidme, os ruego, si no os parecería horrible la suerte de un desdichado gentilhombre que, confiado en su inocencia y en su buena fe, se encontrara con quince mastines como éste ladrándole en sus talones.

El presidente estaba ya a punto de enfadarse en serio, pero el marqués, que no deseaba todavía el estallido final, se metió en su coche prudentemente y dejó que la señorita de Téroze extendiera un bálsamo sobre las llagas que acababa de abrir. Mucho le costó, pero al fin lo consiguió; no obstante, volvieron a cruzar a la otra orilla sin que el presidente mostrara deseos de bailar bajo la cuerda y llegaron en paz al castillo. Cenaron y el doctor se encargó de recordar a Fontanis la necesidad de seguir observando su abstinencia.

-A fe mía que la recomendación es innecesaria -le contestó el presidente-. ¿Cómo queréis que un hombre que ha pasado la noche con una negra, que ha sido tachado de herético por la mañana, al que le han hecho tomar un baño helado como almuerzo, que poco después se ha caído al río, que, atrapado en un retrete como un pierrot pegado con cola, le han calcinado el trasero mientras hacía sus necesidades y al que tienen la osadía de decirle en su cara que los jueces que investigaban el crimen no eran más que unos pillos despreciables y que las rameras, que tenían un cólico no habían sido envenenadas; ¿cómo queréis, os repito, que ese hombre siga pensando en desvirgar a una muchacha?

-Me alegra mucho el veros tan razonable -respondió Delgatz, mientras acompañaba a Fontanis al pequeño dormitorio de soltero que ocupaba cuando no tenía planes respecto a su mujer-. Os exhorto a que sigáis así y pronto veréis todo el bien que eso ha de haceros.

Al día siguiente los baños helados se reanudaron; durante todo el tiempo que se emplearon, el presidente no se hizo repetir la necesidad de su régimen y la encantadora Téroze pudo al menos, durante aquel intervalo, disfrutar tranquilamente de todos los placeres del amor en los brazos de su encantador Elbene; al fin, al cabo de quince días, Fontanis, fresco como ya se sentía, empezó de nuevo a cortejar a su esposa.

-Oh, en verdad, señor-le dijo la joven cuando se vio en el trance de no poder seguir ya dando largas-, en estos momentos tengo en la cabeza asuntos muy distintos al amor; leed esto que me han escrito, señor, estoy arruinada.

Y le tiende a su marido una carta en la que éste lee que el castillo de Téroze, a una distancia de cuatro leguas de donde se hallaban y situado en un rincón del bosque de Fontainebleau, en el que nadie penetraba jamás, mansión cuya renta constituye la dote de su esposa, está habitado desde hace seis meses por fantasmas que producen un estruendo terrible, molestan al granjero, estropean la tierra y van a impedir que el presidente y su mujer, a no ser que se ponga orden, vean ni un sol de toda su hacienda.

-Es una noticia espantosa -dice el magistrado, devolviéndole la carta-. Pero, ¿no podríais decir a vuestro padre que nos diera alguna otra cosa en lugar de ese siniestro castillo?

-¿Y qué queréis que nos dé, señor? Tened en cuenta que no soy más que la hija menor, ya le ha dado mucho a mi hermana y estaría muy mal por mi parte que le pidiera otra cosa; hay que conformarse con esto y tratar de poner orden.

-Pero vuestro padre conocía ese inconveniente cuando os casó.

-Sí, es cierto, pero no creía que llegara a ese extremo; además, eso no quita nada al valor del regalo, no hace más que retrasar sus efectos.

-¿Y el marqués lo sabe?

-Sí, pero no se atreve a hablaros de ello.

-Hace mal, pues tenemos que pensar algo entre los dos.

(FIN PRIMERA ENTREGA)

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