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DCLM.ES · OPINIONES · Marcel Félix de San Andrés

Marcel Félix de San Andrés

29.10.2017

Mitos y supersticiones relacionados con la muerte, en Castilla-La Mancha ( y II)

Por Marcel Félix de San Andrés

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La Pesadilla. Por ese nombre, evocador del peso que se siente al recibir la visita de un íncubo o súcubo que se aposenta sobre el pecho del durmiente, se la evoca en algunos pueblos manchegos con una oración a Santa Ana:

Señora Santa Ana,

de Cristo abuelita,

duérmeme en tus faldas

que soy chiquita.

Custodia mi sueño,

no dejes me aflija

ni mal, ni desvelo

ni la pesadilla.

Los Fuegos Fatuos. Entre la población rural se cree que los fuegos fatuos son espíritus malignos de muertos u otros seres sobrenaturales que intentan desviar a los viajeros de su camino mientras se alejan cada vez que alguien trata de acercarse a ellos. También se cree que son espíritus de niños sin bautizar o nacidos muertos, que revolotean entre el cielo y el infierno.

Algunas teorías ocultistas los relacionan con la Salamandra, un tipo de espíritu completamente independiente de los seres humanos, a diferencia de los fantasmas, que se supone que han sido humanos en algún momento anterior. También encajan en la descripción de ciertos tipos de duende, que pueden o no haber sido almas humanas.

En La Mancha, el Fuego Fatuo es un ser malvado, de naturaleza óptica, que habita en cementerios, pantanos y marismas. Su apariencia es la de una bola de luz con un débil brillo, por lo que pueden ser confundidos fácilmente con alguna fuente de iluminación. Los fuegos fatuos pueden cambiar su forma y color a voluntad. Son seres de ágil vuelo que pueden flotar, inmóviles, en la misma posición, el tiempo que necesiten. También pueden moverse tan rápidamente como un rayo de luz. Miden cerca de un metro y poseen una inteligencia excepcional. Rara vez luchan cuerpo a cuerpo ya que prefieren engañar a sus víctimas y atraerlas hacia su cubil. Si luchan cuerpo a cuerpo su luz se vuelve azul, verde o violeta. Usan una poderosa carga eléctrica para combatir a sus víctimas. Tienen un sistema de comunicación basado en la intensidad de la luz; emiten destellos de distinta intensidad tan sutiles que sólo pueden ser percibidos por otros fuegos fatuos. Para comunicarse con los demás seres vibran tan rápidamente que consiguen emitir sonidos fantasmales. Se alimentan de la energía que desprenden los cerebros de sus víctimas al verse presas de la muerte.

Los fuegos fatuos presentan bastante resistencia a la magia y sólo algunos conjuros consiguen afectarles.

Verónica. Muchos de vosotros recordareis el personaje de Candyman creado por el maestro del terror Clive Barker: “un fantasma con un gancho en su mano derecha que acude cuando se pronuncia por tres veces su nombre ante un espejo”.

Candyman es un personaje literario que se inspira en una leyenda urbana cuya protagonista es María Sangrienta, (Bloody Mary). Un personaje curioso al que las adolescentes estadounidenses suelen invocar durante sus fiestas vespertinas o slumber parties.

La tradición oral referente a Verónica, que hemos localizado viva en la provincia de Ciudad Real, es una leyenda urbana paralela a la de Bloody Mary, pero que parece haber surgido de modo completamente independiente.

Sobre la vida de Verónica hay dos variantes principales: unos defienden que se trata de una bruja que murió quemada hace varios siglos, mientras otros sostienen que Verónica fue una joven que murió trágicamente hace apenas un siglo mientras realizaba una sesión de espiritismo. Víctima de los espíritus malignos que había despertado, Verónica se clavó sus propias tijeras.

En conmemoración del lúgubre suceso, algunos adolescentes invocan a Verónica con el propósito de adivinar el futuro o que les suceda algo memorable. Se dice que si en la medianoche se repite su nombre tres veces ante un espejo, se la puede ver con las tijeras aún clavadas en la garganta.

R. González y J. Manuel Pérez, dos adolescentes de Puertollano, nos han dejado descrito, en su peculiar estilo, este ritual popular de regusto satánico: “Esta invocación es sumamente peligrosa. Hay dos tipos: el primero es mirarte delante de un espejo, con una tijera y una Biblia, a las doce de la noche o medianoche. Llamas doce veces a ella, y al cabo del tiempo te aparece una sombra. En ese momento, clavas las tijeras a la Biblia y esta empieza a sangrar; en este mismo instante, quitas las tijeras y abres la Biblia. Ésta tiene una brecha sangrienta en cada hoja, nada más que tienes que cerrarla y volverla a abrir y dejará de sangrar… La otra es muy peligrosa. Consiste en invocar a esta persona ya mencionada, pero esta vez con muchos amigos, doce tijeras encima de la mesa, dos espejos, uno delante del otro, y empezar a invocar. Tras esto, las tijeras empiezan a volar clavándose en los sitios donde alcance; lo mismo puede ser en una persona que en una pared, en una mesa u otra cosa. Lo peor de todo es que este espíritu te puede perseguir por el resto de tu vida, amargando tu vida al límite, teniendo mala suerte y puede llegar a matarte y convertirte en uno de sus siervos o en un espíritu errante”.

En Cuenca nos hablaron sobre la costumbre de hacer la Verónica, un tipo de adivinación en la que se juega con libros y tijeras. La práctica, rodeada siempre de rumores sobre sus peligrosas consecuencias, se mantiene viva en varios municipios urbanos de La Mancha, tal como nos describe M. Rodríguez: “Aquí los adolescentes suelen hacer sesiones de espiritismo metiendo una tijera entre las páginas del libro, mejor si es la Biblia. Luego lo atan con una cuerda de forma que éste queda colgando de las tijeras. Dos personas del grupo sujetan cada una de las partes de ésta, de forma que el libro quede colgando. Se invoca al espíritu, que siempre es el de Verónica y se hacen preguntas. Si el libro gira hacia un lado es que si, y si gira hacia el otro es que no, por tanto sólo se pueden hacer preguntas con estas respuestas”.

La versión manchega es que Verónica murió no hace mucho clavándose unas tijeras. Todavía se practica el rito y hay momentos en que es muy popular entre los adolescentes.

LEYENDA “LAS MADERAS DE LOS MUERTOS”. La anciana torreña, mujer memoria, bajo los soportales de sus recuerdos salvados en el naufragio de los años remira al escuchante y cuenta:

“¡Chacho! … aquellos sí que eran temporales. No los de hogaño que apenas tienen una semana. Duraban cuarenta días, ¿cómo el Diluvio, no? Y más. Llovía y llovía, parecía no tener hartura. Veíamos caer las aguas de los amanecíos a los anochechíos.

En la noche las sentíamos tabarrear enguachando los corrales, correr ruidosas por las canales y torrentear por los escondidos albañales. Hoy apenas son nublejos bajeros que en tirándoles un par de covetes sueltan las aguas en tierras del vecino… los campos quedaban convertidos en tablazas anegás que daba dolor de corazón velos, y siempre, siempre, La Cerrá a su paso por el Pilar rompía saliéndose de madre. Las calles del pueblo, desiertas, encenagás, intransitables, parecían royos sin nombre que, en bajando por la calle l’Agua, la Oscura o la Empedrá alimentaban al royo del Cristo, taponando un día sí y otro también, el Puente de Julio.

Y para nubes, era yo muy mozica, la de la Maestra, y la jodía nubasca aquella perdicera que mató a millares de animales. No quedó una perdiz viva en toda la zona… el año del sucedío sufríamos uno de aquellos malísmos temporales, más peor que los pasados, por los muchos fríos negros y nieves, que padecimos. Los hombres se pasaron semanas entéricas, sin poder salir a hacer el jornal, junto a las lumbres, dándole al esparto, puliendo cuernos para saleros y vinos, haciendo pleita, y ronchando su estrellado nacimiento. Menguaban las alacenas, las bodegas… al contado las hambres, hijas de la Tía Miseria, llegarían a aporrear las portás. En lo oscuro de las noches, las mulas coceaban ruidosas reclamando su ración de paja, cada día más escasa.

Lo largo de los fríos y las continuas nevadas hizo que en algunos hogares empezara a faltar leña para las lumbres: gavillejas, algún haz de cardos borriqueros, quedaban en las más humildes del pueblo. Y ¡Bendito sea Dios! lo frías que son estas casas en llegando el invierno si no hay fuego que las caliente.

En su casa, la tía Benita, no por sabido, se encontró con la gavillera vacía. Y en la rinconá del corral, unos tronquejos, restos de cepas, que a poco quemar durarían unas cuantas horas. El Benito, el marido de la Benita, hacía dos días había salido, con los claros del día, junto a otros vecinos, a los Parapetos jienenses en busca de leña, que en las tierras de monterío del pueblo haberla si la había, pero los guardas no le quitaban el ojo, y la de comprar a precio del no poder.

Resignadas, la tía Benita y su hija moza, decidieron atalajar al Morito, el burro familiar, y salir, a pesar de lo que estaba cayendo, para Las Cabañas en busca de algunas ramas sin amo, troncos o cosa que ardiera y así evitar la muerte del fuego salvador, protector. En Las Cabañas por aquellos entonces, abundaba el roble, la encina y muchísmo chaparro.

Igualitas que tapadas y cubiertas dueñas encararon calle arriba para el Calvario, para coger después, derecheando, camino de Las Cabañas. Como si los nuberus, antaño señores de las nubes y tormentas, estuvieran de uñas y aguardando la presencia de las dos mujeres, la nevada cobro fuerza y los aires se encabronaron de mala manera. Más que caer, volaban alocadamente, grandes copos de nieve, como lunas llenas, que sin llegar a tocar las tierras las tolvaneras espiscaban violentamente. El paisaje era un inmenso y blanco sudario. El cielo de plomo glaciar. Incontables boyuscas gélidas, se colaban por la diminuta abertura de los mantos que cubrían las cabezas de las mujeres, cegándolas, obstaculizando su caminar por el casi desaparecido camino.

No hallaron ni un pequeño abrigo donde quebrar los vientos de fríos negros. A pesar de ello, la Benita, enclavijados los dientes, agarrada junto a su hija al ronzal del Morito, seguía, tenaz, adelante con las cabezas gachas enfrentándose al cierzazo.

La tía Benita, se animaba en silencio, ellas que había hecho frente, con mucha imprudencia y mayor enrrabiscamiento, a la carlistada de 1873, no se iba a achantar por el jodio temporal, por muy recio que este fuese. La Benita se equivocaba: el hombre propone y Dios dispone.

Los mordiscos de los fríos hicieron aparecer los primeros dolores. Los arañazos de los golpes de aire, levantado violentamente los mantos, herían sus rostros, los dientes empezaron a castañear y las manos perdían sensibilidad. A poco, las entendederas de la tía Benita le avisaron que pese a sus ganas, necesidad y cabezonería, nunca llegarían a Las Cabañas, y que en el caso de conseguirlo, la gran cantidad de nieve caída, les llegaba ya por la mediana del canillar, habría sepultado todo resto de ramerío.

Habían desaparecido de su vista y del paisaje: barbecheras, rastrojeras, viñas, rubiales… la tierra de labor era una interminable y difuminada inmensidad blanca, salpicada por fantasmales y solitarias encinas y por casi cubiertos olivas… y la tía Benita, sin saber a cuento de qué, entre claros brumosos y nostalgias, tanto blanquerío, le recordó las blancas y suaves sábanas, con olor a membrillo, del primerizo lecho nupcial: ¡Vaya ocurrencias que tienes Benita! Pensó.

Exhaustas, con los alientos acelerados y nerviosos, a la vera del carril que lleva al Cerro los Gatos dieron la vuelta y regresaron al pueblo. Arrecías, caladas hasta el alma, el retorno se convirtió en una penosa penitencia. Se asustaron de no llegar y empezaron a pedir la protección y el socorro de la Virgen de la Vega.

Arrastradas por la salvadora terquedad de Morito, querencioso del hogar, que dejó de ramalear y pasó a guiar a las mujeres, entraron en el pueblo. Pasaron por segunda vez junto al cementerio (hoy el terreno está ocupado por el Grupo Escolar). Vieron las viejas rejas de hierros oxidados abiertas, detalle desapercibido en su salida, y sin mención del Laureano, el camposantero. Curiosonas a pesar de las fatigas pasadas, tras santiguarse y rezar la obligada y pertinente oración cuando se pasa por estos lugares sagrados, como Dios quiere y manda, asomaron al interior sus cabezas. Al hacerlo, descubrieron jubilosas y emocionadas, que junto a la encalada pared medianera con el camino de Almedina, un montón de húmedos maderos bajo las ramas de una de las grandes higueras que había en el cementerio por esos días.

Gordos tablones, listones, restos de obra de carpintería… ¡Válgame Dios! Qué hermosura de tablazones. Se miraron cómplices, remiraron todos los apartados del lugar santo por si atinaban al Laureano o algún que otro visitador… y empezaron a cargar a escape aquel pequeño tesoro sobre los lomos del Morito. Con aprensión, evitaron ponerse bajo las hojas sin sombra de la higuera… sabían que es árbol maldito… que tenía malas influencias.

Llegaron al hogar, desfallecidas, mojadas como pollitos caídos en barreño, pero alegres como bragas de a peseta. Guardaron y amontonaron la leña en la cuadrilla del Morito. Respiraron tranquilas, sería suficiente hasta el regreso de Benito.

Al oríco de las renacidas ascuas y al pucherejo de aguas calientes, diéronse, madre e hija, fuertes masajes por el cuerpo desnudo con aceite crudo acompañados de uva de lagarto, no fuera el caso que los fríos hubieran parado las sangres. En el poyete, las ropas de las mujeres porfiaban en secarse.

Al tardear las seis, era noche caída y negra. Del exterior de la casa sólo se escuchaba el cansino y lúgubre, incansable, viento luvinero, que terqueaba por entrar por la gatera y los ventanucos de las cámaras. En la chimenea-cocinilla… se apagaba el último perro: Chacha veste por algunos sarmientos y unas tablejas, hay que ir aviando la cena (patatas fritas a lo pobre, unos huevos, felizmente los gallinos cumplían, y pringue que sería mojeteado con abundantes cachos de pan).

Regresó la hija del mandado con el mandil abolsado, lleno de tablería camposantera, que apoyó junto al chinero, bajo la lucecilla tímida y temblorosa de un pequeño candil.

La tía Benita añadió a la lumbre unos sarmientos para reavivarla. Prendieron con rapidez y un golpe de ardiente calor llegó a las dos mujeres. Era la hora llegada de echar a las llamas sarmenteras los primeros maderos. La tía Benita reunió las ascuas esturreadas y alargó la mano para coger la primera tabla… y antes que tuviera tiempo de hacerlo, pasmada, contempló como todas a una, empezaron a temblar violentamente. Pegó un salto y se desapartó pajiza. Su hija, mirona, del maravilloso suceso preguntó a su madre con la mirada y buscó protección junto a ella: serán las llamas que con su luz habrán hecho la impresión del bailoteo, y a mí se me ha parecido que se movían. Pensó la Benita.

Un mucho aprensiva, de nuevo acercase al montón de maderas para agarrar una, pero como en la ocasión anterior, un temblor entre aireado y compulsivo, acompañado de un sordo rumor, sacudió las maderas, propagándose a través de las paredes por toda la habitación. La mujer retrocedió asombrada y asustada. Un negro presentimiento, un miedo aterrador, empezaba a nacer en sus carnes y en sus pensamientos: ¡Chacha, prueba tú!

La hija de la Benita, con cara de resucitá, se acercó a paso corto y cauto y al amagar para coger el tablero, aquellas maderas reiniciaron su agorero tabletear, dándose una y otra vez contra la pared y entre ellos, produciendo tal ruido que paralizo la sangre a las mujeres.

Los años, la sabiduría empírica heredara de sus mayores, dieron la solución del enigma a la tía Benita. Vinieron a sus pensamientos los finaos del ajillo, los santos difuntos que se esconden en su día tras las puertas, de los que peregrinan por los tejados: Niña, ni mención de cogelos y menos quemalos.

Hay que devolverlos a su sitio, es madera que pertenece a los santos finaos, nos la reclaman y protestan por ello. No sé para qué comisión la quieren pero a su sobrenatural manera nos exigen su devolución… y ya estamos allí, no sea el caso que alguna mala cosa nos agarre.

Ayudadas por Morito se metieron en la desapacible noche y retornaron la carga a su lugar de origen que seguía permaneciendo desierto y con las rejas abiertas. Por la acción, involuntaria y por necesidad, y en desagravio rezaron devota y fuertemente durante largo tiempo.

A la vuelta, vieron con enorme alegría que el Benito había regresado con una buena carga de leña. Con ellas y si Dios así lo quería, aguantarían algún tiempo, y quién sabe, hasta qu’escampara el jodio temporal.

Se guardaron pero que muy mucho de contarle al marido y padre lo sucedido, la historia se mantuvo oculta en la familia de la tía Benita hasta hoy. Nunca se supo que uso tuvieron aquellas tablas y maderas misteriosas.

Marcel Félix de San Andrés Sánchez

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