Rosas teñidas de carmín

Solo una historia verdadera encuentra su final. Ni los visionarios, ni los agoreros, ni los siete ángeles que han de hacer sonar sus trompetas sabrán de antemano el momento preciso, el eterno retorno al germen que todo lo contiene. Inspiración espiración. El ramo de rosas más brillante era el de Pilar Carrasco: resplandecía a su amparo, iluminaba, aun más, su pródiga sonrisa. Nos juntábamos en la Plaza del Charco sobre la una de la madrugada cuando el Morgan regresaba de tocar el trombón de varas con su grupo de salsa y los demás volvíamos también de nuestro ajetreo, conversábamos media, una hora más. Las rosas de Pilar eran de un rojo intenso, matizado en granate, amaranto, aunque, ahora que lo pienso, puede que también compusiera sus pétalos con sangre carmín de las tuneras, cuidadosamente, pétalo a pétalo. Luego las envolvía en celofán transparente y, del fastuoso ramo, las iba ofreciendo una a una a las parejas del Puerto. Solía sobrarle una rosa cada noche que yo le pedía y prendía en el parabrisas del escarabajo de la maestra de mi pueblo. Paraba la vespa y dejaba en su coche cada noche la ofrenda. Yo la conocía de vista, ella seguramente nunca habría reparado en mi, o tal vez si. Y así pasaron las noches y llegaron las noches. Aquella mañana no tenía trabajo. La noche pasada no había hecho mi entrega, dejé dormir la rosa en un vaso con agua y a las ocho y media de la mañana me dirigí a la escuela, pregunté por su clase, entré me acerqué a ella, le puse la rosa en la mano y le di un beso en la mejilla. En ese momento, los niños empezaron a cantar: "Germana tiene novio, Germana tiene novio...". Justamente ahí debería haber terminado mi historia con Germana, la maestra de mi pueblo.

Fragile