La lengua del gato

Le digo al gato que si se va de la lengua le tengo una semana a dieta. Me mira, creo que me entiende. La verdad es que no se nada de gatos, me asustan, me incomodan, soy incapaz de acercarme o entender su mundo pero le digo que desde luego, cuando mi adorada vecina me pregunta si me importaría pasar cada dos días a ponerle la comida a Felipe durante esta quincena que se marcha de vacaciones. Paso por primera vez a su casa, entro en la cocina y me enseña los estantes donde están las latas de comida de gato. Me enseña también la caja de la tierra donde hace sus cosas y me dice que solo debo cambiarla cada cuatro o cinco días porque la arena es de buena calidad. Eso me horroriza pero sigo asintiendo con mi mejor sonrisa de experto gatuno. El primer día entro con miedo, giro lentamente la llave por si Felipe se me proyecta con las patas estiradas y las uñas afiladas. He visto películas al respecto. Pero le veo deambular por la cocina y luego se me acerca y roza mis piernas como si supiera cual es mi tarea allí. Sigo las instrucciones de Olga, abro dos latas y el gato come. Mientras tanto doy una vuelta por la casa, contemplo algunos detalles y termino en su dormitorio abriendo los cajones donde guarda su ropa íntima. Las bragas negras, rosas, amarillas, verde oliva huelen a suavizante de algas, creo. No puedo resistirlo y sigo buscando hasta que encuentro todo un arsenal de vibradores, objetos variados de placer, vaselinas, aceites. Estoy tan magnetizado que me doy un susto cuando Felipe entra por la puerta del dormitorio. Pienso que de alguna manera se lo dirá.

Lago