Estado líquido

«María de la Encarnación murió un sábado por la tarde. Apareció desnuda, tumbada y  boca arriba, con los ojos muy abiertos. En el centro de la habitación, un enorme consolador adherido al suelo con una potente ventosa a modo de ciprés, se elevaba hacia el techo como un gigantesco espárrago de Navarra.

Fue Genaro, el portero de la finca, el primero que se abrió de pupilas ante tal escenario; María de la Encarnación vivía sola y él, un solterón pajillero que pasaba sobrado los cuarenta y cinco,  bebía los vientos por aquella treintañera entrada en carnes.

Y con una peregrina excusa, subió hasta el cuarto y llamó a la puerta de su odalisca.

Y ella, desnuda como el mundo la había visto venir, que se preparaba para una sesión de plastificado mete-saca con un descomunal vibrador, adquirido por Internet en la página «platanomelon.com», además de un generoso tubo de lubricante para poder introducir aquel enorme aparato dentro de su cuerpo, se sobresaltó al escuchar el ding-dong de su puerta, pisando el tubo de lubricante que se encontraba abierto en el suelo y resbalando hacia atrás, cayendo de nucas sobre el glande de la enorme verga; pasando su voluptuoso cuerpo en un segundo, de la más sonrosada vida, al negro silencio de la muerte. Convulsionó unos instantes antes de empezar a formar parte del mobiliario.

Genaro escuchó el fuerte golpe desde el descansillo y, temeroso o más bien excitado, utilizó la llave maestra del edificio que su condición de portero le otorgaba, para abrir la puerta del apartamento e internarse en él. No tuvo que dar muchos pasos, pues la escena se describía entre la penumbra de la tarde.

-En, Encarni?

Genaro avanzó hacía en cuerpo inmóvil de María de la Encarnación obnubilado y con una incipiente erección entre las piernas, absorto por aquella visión casi onírica, pisando el tubo de lubricante, resbalando y cayendo de bruces sobre el falo que se erguía orgulloso en el salón.

Veintiocho centímetros de falsedad le entraron por el ojo izquierdo. Y allí quedó empitonado, coloreando el suelo entarimado de un rojo que no se vende en las tiendas.

La segunda en abrir los ojos ante tal espectáculo fue Laura, la estudiante de medicina del apartamento 423-A que, al ver la puerta entornada, se asomó lo justo para ver la escena que se representaba.

Aterrorizada, penetró en aquella morgue, obligada por su curiosidad y su mental juramento hipocrático, pisando por no verlo, el tubo de lubricante...»

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