"Pilar se queda en el mar de las emociones humanas y literarias que ella me ayudó a sentir..."

Buenos días.

Quiero expresar, en primer lugar, mi agradecimiento a Rafa y a sus hijas, a Diana y Alicia, por pedirme que esté aquí hoy, para evocar a Pilar, rememorarla: quien perdura en la memoria nunca morirá del todo. 

Pilar fue compañera, buena compañera, en los afanes educativos, en el instituto y en la consejería de educación. Cuando asumí las responsabilidades de la política educativa en nuestra Región, la primera persona en quien pensé para que me acompañara en aquel reto fue en Pilar Olano, y durante varios años, en tiempos complejos – como lo son siempre en el ámbito educativo- ella desplegó todas sus capacidades, su sensibilidad y su inteligencia emocional;  con la ilusión de creer, de creernos, que podíamos ayudar a hacer realidad esa utopía, ese lema que cada día leíamos al entrar en la consejería: “La educación es la base de la igualdad.”

Luego volvimos al instituto, al Carlos III. A proseguir con nuestra vocación de enseñar, de adecentar el mundo a través de la formación, cultural, intelectual, humana de nuestros alumnos. Porque Pilar fue una profesora vocacional que creía en la educación como el mejor instrumento para mejorar la vida y la sociedad. Y una gran profesora de Lengua y Literatura. Estaba convencida, como, Hannah Arendt, que “quien pretende educar se hace responsable del mundo ante el neófito”. 

Pero, además de buena compañera, durante muchos años, en distintos ámbitos, Pilar fue una amiga, y una confidente de los afanes literarios que los dos compartíamos con ilusión y emoción.

Por eso, cuando me enteré de su muerte, lo primero que me afloró a la memoria fue una novela que acababa de leer: El Mar de John Banville. Una novela de la que ella me había hablado con entusiasmo en un recreo del instituto. Y cuya lectura yo tenía pendiente; hasta que, por azares de la vida, que a veces parecen augurios, decidí sumergirme en sus aguas, en sus páginas, durante esos días. Por eso la tristeza densa de su muerte me evocaba esas hermosas páginas, en las que ella, antes que yo, se había adentrado con la pasión de quien ama la literatura como se ama la vida. “Quizás la rabia venga después”, escribí entonces; “ahora sólo hay sitio para la desolación. Y para la literatura, como la que Pilar enseñaba y amaba; para las palabras de un libro que emociona y estremece, como la vida y la muerte, donde surge una marea que parece alzarse desde las profundidades, y penetra en el interior de un hospital, para que ella se adentre en el mar”. 

La muerte es la ausencia; una ausencia que es percibida por alguien, por muchos, a veces. Es un hueco, un lugar en la mesa, una silla vacía, un espacio blanco, de nieve, en la casa, la extrañeza de su falta en el lugar habitual de una sala de profesores, en una cafetería hablando con las amigas de teatro, en una butaca del Rojas…Son tantos sitios, tantos huecos, tantas ausencias que extienden el recuerdo como una niebla tibia de otoño, como este otoño que ya nos muestra sus relumbres de oro viejo y sus hojas muertas van dejando en el suelo dorados montones de tristeza. 

Algunos recuerdos, como el de Pilar, se quedan impregnados de emociones y humanidad. Emociones que brotan como la impronta de la memoria y el corazón; sentimientos que forman parte esencial de la urdimbre que sustenta la vida. Palabras, expresiones, gestos, ahora evocados, con esa luz tenue, íntima, que reverberan los recuerdos que nos dejan sus rescoldos encendidos en la piel del alma. Sutilizas emocionales que perduran y evitan el olvido. 

El relato de algunas vidas nunca es completo, aunque todo lo que se cuente sea veraz, y tratemos de abarcar toda su realidad. Porque conocer la realidad no es suficiente para entender, en toda su plenitud, algunas vidas. Hace falta también sentir los relumbres que emiten sus aureolas emocionales, los de sus corazones grandes, adentrados en los territorios intangibles, a veces sublimes, sólo vislumbrados a través de la empatía o la intuición. 

En los odres de la memoria decantamos los recuerdos, con los que construimos los relatos de las vidas conocidas, apenas briznas de la existencia atrapadas en palabras. Y con algunas, las que más deslumbran, las que dejan una huella más intensa, como la de Pilar, tenemos que rebasar las lindes de la realidad, para sentir los relumbres, hermosos, intuidos, de sus aureolas emocionales, crecidas.  

Somos memoria. Y Pilar, en nosotros, su familia, sus amigos, compañeros, ya forma parte de ella. Y, como me dedico a la literatura, para mí, ya siempre estará en el mar de John Banville, en el que se sumergió una noche, después de escribir, me dijo Rafa, unas notas en un cuaderno. Quizás el relato de esas ternuras últimas que brotan cuando se presiente el crepúsculo final. La ternura que, como una lluvia fina, empapa el alma, y la unta de emociones, melancolía, cariño, sensaciones de amor destilado, puro, que estremecen como una convulsión profunda, íntima, mientras la memoria se enciende con los recuerdos esenciales de una vida: quizás de una calle de Zaragoza en su juventud, de un aula, de un libro, de un teatro, de Rafa, de sus hijas. 

Como digo, para mí, Pilar se queda en el mar de las emociones humanas y literarias que ella me ayudó a sentir. En ese mar emocional de la memoria donde la preservaré, la preservaremos para siempre, de ese último dolor llamado olvido. 

Francisco de Paz Tante