El Rey de la Montaña

Cuando éramos pequeños, jugábamos al Rey de la Montaña. Se trataba de alcanzar y mantener la cima de un montón de algo, de arena por ejemplo. Quien lo conseguía era el Rey de aquella montaña y los otros trataban de echarle y tomar su lugar para convertirse en el nuevo Rey de la Montaña. Normalmente se lograba echar a un rey empujándole, pero en algunos casos también valían patadas o puñetazos.

Mantenerse unos instantes como rey en aquel juego no concedía más derecho que la satisfacción personal pero, en ocasiones, se llegaba a infligir el mayor daño posible para derrocar al instaurado por la fuerza y ocupar su lugar en la cima.

Años más tarde asistí como periodista a varios golpes de estado en países de América Latina: veíamos avanzar las tanquetas hacia la plaza principal de la ciudad. Cuando tomaban la plaza y los medios de comunicación, podían extender el mensaje de que el golpe había triunfado y otros militares de otras ciudades tomaban también las plazas y los medios y todos sabíamos que el golpe había dado paso a otro presidente en el país y que durante el tiempo que durara su reinado serían los dueños de las oficinas de narcóticos donde las mafias de la droga pagaban sus impuestos para poder traficar libremente. Durante el tiempo que permanecían en el poder trataban de enriquecerse lo más posible. Durante los golpes de estado se producían ajustes de cuentas entre ciudadanos y moría gente: nunca se haría justicia sobre esos crímenes.

Durante toda la historia de la humanidad, en la antigua Roma, el poder significaba también el acecho de los enemigos, los puñales por la espalda o los envenenamientos. Durante toda la historia ardieron ciudades y las saquearon, violaron mujeres y los que subieron a la cumbre de la montaña impusieron sus normas: a partir de ahora, todos haréis esto porque lo dicto yo, porque es mi doctrina, porque nos da la gana imponeros vuestra forma de vivir.

Parece un cruel juego de niños. Ahora, los estrategas de la geopolítcia de los países que mandan en el mundo deciden en qué lugar les conviene sembrar la inestabilidad, encargan a los expertos que organicen enfrentamientos, venden armas, crean el caos, imponen sus normas, tratan de obtener todo el beneficio posible o el perjuicio de sus competidores.

En nuestra avanzada democracia las montañas no se toman ya por guerras, aunque hemos constatado que reyes actuales siguen amparando a sus súbditos amasando fortunas desde la cima de las suyas. 

Pero cuando un partido político alcanza el poder por los votos de la mayoría, otro partido, ahora en la oposición, cerca el castillo desde el primer día y utiliza toda su artillería para derrocar al nuevo rey, utilizando todas las armas a su alcance, con el apoyo o la apuesta de quienes se podrían beneficiar de un vuelco en la dirección del país.

La pregunta es qué sucede con las personas que viven alrededor de esas millones de montañas que se han conquistado a lo largo de la historia, pocas veces con la única intención de ser cómplices de los ciudadanos y tratar de mejorar sus vidas.

Debemos distinguir y alabar a las raras avis que llegan al poder legitimamente y hacen todo lo posible por mejorar el presente y el futuro de las personas y el planeta en el que habitamos.

elObservadorDCLM