Hacia otra Europa: Análisis electoral de un europeísta escéptico y esperanzado

«Europa no se hará de golpe ni en una construcción de conjunto: se hará mediante realizaciones concretas, creando primero una solidaridad de hecho» afirmaba el ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schuman en la declaración del 9 de mayo de 1950, considerada como la partida de nacimiento de la Unión Europea, ya que con ella se inicia el proceso de integración europeo, un proceso de supranacionalidad, que aconteció por primera vez en el mundo, y que se fundamenta en la necesidad de construir las bases de la paz y la cohesión social a través de una creación política.

Las elecciones del pasado domingo nos dejan un escenario político europeo un tanto contradictorio, en lo referido a la consecución de un proceso de integración supranacional: político, económico y social, sui generis desde el punto de vista histórico y en permanente cambio. En la noche del 25 de mayo, Europa ha recibido una severa advertencia respecto al futuro del proyecto europeo, así como al funcionamiento y la relación de las instituciones de la UE con los ciudadanos.

Unas elecciones que suponen un fuerte varapalo a los dos grandes partidos continentales –PPE y PSE– y al bipartidismo en el que se enmarcan a nivel nacional y autonómico. No aprovecharé esta tribuna para volver a analizar los resultados a nivel estatal, los cuales evidencian un claro descalabro de los dos partidos hegemónicos, que han perdido, en conjunto, a más del 30% de sus votantes con respecto a las elecciones de 2009, lo que supone un claro castigo a los partidos de gobierno por parte de los ciudadanos. Destacar mi asombro ante la leve sanción por parte del electorado al partido de gobierno –tanto en el reino de España como en nuestra comunidad autónoma–, brazo ejecutor de las políticas impuestas por la troika, que nos están llevando a niveles de desigualdad y empobrecimiento difíciles de retornar.

Europa necesita cambiar, reinventarse. Ese es el mensaje de las elecciones europeas. Hacia otra Europa, combinación de más Europa en algunos sentidos, menos en otros, y sobre todo, mejor Europa. Pero los resultados de los comicios son desalentadores. El avance del proyecto es probable que se vea frenado por la baja participación, inversamente proporcional al poder que ha ido ganando el Parlamento Europeo. Y, sobre todo, por los resultados de partidos no sólo contrarios a que la UE avance, sino partidarios de que retroceda, de que vuelvan las fronteras, al menos para los ciudadanos. De que Europa se cierre y lleve a cabo un repliegue nacional. Y no se trata de casos aislados: Francia, Reino Unido y Dinamarca a la cabeza, además de los Países Bajos (aunque el partido de Geert Wilders haya retrocedido) y muchos otros, como Alemania, están entre los más claros ejemplos.

Algo más del 30% de los resultados se corresponde con alguna opción euroescéptica, populista o eurófoba. Aunque el porcentaje es mucho más alto, en general, en la Nueva que en la Vieja Europa (lo que dice mucho). La no participación se ha mantenido en los niveles de hace cinco años pese a haber sido la campaña más europea de todas las libradas para tales elecciones desde 1979 y para un Parlamento Europeo con más poderes que nunca antes, lo que propicia una Comisión –teóricamente el poder ejecutivo– muy controlada por la institución que representa a los ciudadanos de la Unión.

No podemos obviar en el análisis que la «crisis existencial», a la cual hacíamos mención en un artículo anterior, suscita un entorno de escepticismo generalizado. Esto deja en el Parlamento Europeo un bloque muy heterogéneo de 228 eurodiputados a la izquierda y a la derecha de las fuerzas principales/tradicionales. No todos son euroescépticos, pero ese 30% de eurodiputados representa muy bien esa Europa que se abre paso por los lados de las fuerzas tradicionales, provocando en palabras de José Ignacio Torreblanca «la estrechez del túnel por el que tiene que pasar la integración europea».

La UE, sobre todo la eurozona, está necesitada de reformas en los tratados y en las políticas para avanzar en una unión económica que equilibre la unión monetaria y para colmar el déficit democrático. Ahora los líderes europeos –El Consejo de jefes de Estados y de Gobierno– tienen que tomar una difícil decisión.

¿Es el Juncker del Eurogrupo, de la troika, fracasado como Primer Ministro de Luxemburgo, el candidato idóneo para encabezar un proyecto de tal envergadura? Es decir, si es la mejor opción honrar la promesa de nombrar al candidato más votado como próximo Presidente de la Comisión –aunque hay voces que señalan que al no tener la mayoría absoluta, necesitaría pactar con otras fuerzas políticas, probablemente con el PSE, o buscar una cara diferente que haga frente a los euroescépticos y que sea capaz de transmitir un mensaje ilusionante–.

Las realizaciones políticas del europeísmo desde la Segunda Guerra Mundial siguen dos trayectorias que delimitan la oposición entre las distintas visiones de Europa –«soberanistas» o «intergubernamentalistas» por un lado, y «federalistas» o «supranacionalistas» por el otro–: lo que se viene a denominar la Europa «laxa», basada en la cooperación clásica entre Estados soberanos, y la Europa «densa», la «supranacional» o «supraestatal», construida en torno a instituciones comunes, que limitan en mayor o menor grado las soberanías nacionales. La apuesta gira en torno a qué camino seguir y qué liderazgo es necesario en el contexto actual para recobrar la esperanza desde el más absoluto realismo, por un proyecto de integración, a mi modo de entender sin retorno posible.

Y así, Europa se encuentra hoy, después de las elecciones al Parlamento Europeo, ante un dilema que habrá de resolver: o logra constituir una estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el nuevo mundo globalizado, y de esta forma trata de solucionar los problemas y riesgos persistentes en sus sociedades, o retorna a esa especie de Edad Media –en la que el Estado-nación es el protagonista hegemónico–, incapaz hoy, de someter a regulación los mercados y de mantener en vida lo que ha constituido hasta hoy su principal razón de ser: el Estado del Bienestar.

Jorge José Hernández Moreno
4º Grado en Relaciones Internacionales (UCM)