Votar o no votar: ¡He aquí la cuestión!

De nuevo nos encontramos próximos a ejercer nuestro derecho al voto, que es tanto como decir que vamos a ejercitar la expresión más sublime y consustancial del sistema democrático que supimos o nos pudimos otorgar. Y ante ello bueno es que podamos comentar los diferentes efectos que dicho ejercicio puede pergeñar, dado que conocer las reglas del juego es tarea fundamental a la hora de decidir bien; esto es, con conocimiento fundado de las consecuencias que nuestra decisión va a tener, aunque sólo sea para garantizar que nuestra decisión va a producir los efectos que deseamos y no los contrarios, que es precisamente lo que en muchas ocasiones viene a suceder.

Por eso, y siguiendo en la línea de otros artículos anteriores en los que intentábamos concretar y discernir los efectos que nuestro sistema electoral, con la aplicación de la fórmula D´Hondt, produce al convertir los votos en escaños, hoy es el momento de hablar de los efectos y el significado que puede tener  el modo de expresión del sufragio y la forma de las candidaturas, esencialmente cuando estas son bajo la forma de listas cerradas y bloqueadas.

En este sentido, lo primero que cabría decir es que en esencia sólo hay dos formas de presentar candidaturas: las personales y las de lista (relación de candidatos conforme a un orden de prelación para la asignación de los escaños). Y que ésta última opción tiende a asociarse a los sistemas electorales bajo el principio representativo de la proporción. Así que en principio parece que no habría nada que objetar a que en nuestro sistema electoral, tratándose de un sistema de representación proporcional, la forma de las candidaturas sea la de lista. Lo que ocurre, también, es que dentro del sistema de listas podemos encontrar tres modalidades diferentes: cerradas y bloqueadas; cerradas y no bloqueadas, y abiertas. Y aunque es verdad que todos los sistemas de lista refuerzan el papel de los partidos políticos en la confección y presentación de las listas, la situación se acrecienta en el caso de las listas de la primera opción.

¿Y eso qué significa? Pues, fundamentalmente, que el uso continuado de listas cerradas y bloqueadas, a lo largo de los años, termina por otorgar una preponderancia tal a las cúpulas partidistas que puede llegar a anular —o casi— en el seno de estos Entes los principios democráticos para los que fueron constituidos en el momento inicial. Y prueba de ello las tenemos hasta la saciedad: desde los partidos que no admiten más ley para la confección de sus listas  que el dictado de sus «mayores», sean élites locales, provinciales o regionales, hasta los que por dar un sesgo democrático a su lista recurren a unas primarias que en realidad no pretenden integrar ni variar la participación y el orden de los candidatos, sino legitimar al cabeza de lista de una u otra facción, que a la fin y a la postre también presentará una lista cerrada y bloqueada de su equipo en cuestión. El resultado siempre será la división del partido en sectores irreconciliables, con la consiguiente desilusión, tanto entre los afiliados perdedores, como entre el resto de los electores, especialmente entre aquella mayoría que supone los votantes sin perfiles ideológicos de afiliación.

Luego están aquellos otros casos en que las primarias pretenden ser un auténtico instrumento ciudadano y democrático de participación. Ello concluye en la casi total incapacidad para integrar coaliciones entre partidos y movimientos ciudadanos, fundamentalmente por la falta de capacidad o interés de los primeros por renunciar a un mecanismo de control sobre las bases tan importante como el que supone la posibilidad de «controlar» mediante el poder de confeccionar la consabida lista «cerrada y bloqueada» de participación.

Así, pues, y ante esta realidad, no serán pocos los votantes que se pueden plantear no aceptar estos condicionantes impuestos, de derecho por la ley electoral, y de hecho por la propia praxis de los partidos concurrentes. Y ante ello surgirá siempre la opción de elegir entre no votar (abstención), votar en blanco o simplemente emitir un voto nulo de insatisfacción.

Y qué resultado y/o significado encerraría cada una de estas opciones… Veamos:

En politología la abstención puede interpretarse de dos formas diferentes: positivamente, entendiendo que significa un consenso tácito con el sistema —es lo que ocurre en los EE.UU. de América, por ejemplo—, o negativamente, considerándola como alienación respecto a la política; esto es, disentimiento y hostilidad hacia el procedimiento. Ni qué decir tiene que, en nuestro país, con su característica hipocresía y desfachatez política, la abstención siempre se interpretará —institucionalmente, me refiero— en su primer sentido, vamos en el de que aquí todo el mundo está de acuerdo con el sistema y que ya no hace falta ni votar. Así que no parece que la abstención sirva de mucho en este paraíso político que es nuestro solar nacional.

El voto en blanco es otra de las opciones que tiene el elector. Consiste en realizar el acto de la votación, pero introduciendo el sobre sin incluir ninguna lista electoral en el mismo, esto es, depositándolo vacío. Las interpretaciones del voto en blanco varían desde entenderlo como una opinión en contra de todos los candidatos de la contienda, a considerarlo mera y simple indiferencia ante las diferentes opciones de elección. Pero sea cual sea la interpretación que el elector dé a su voto en blanco, lo que sí debería tener muy en cuenta es que éste será considerado como válido, y por tanto sumará en el total del escrutinio, elevando la barrera electoral. Lo que en determinados casos impedirá que los partidos minoritarios alcancen la representación. Los votos nulos —votos gamberros para algunos politólogos—, en cambio, no cuentan como válidos y por tanto no influyen en el reparto de escaños, por lo que no perjudican ni benefician a nadie.

Ante esta realidad el elector antisistema o simplemente descontento con el actual; o meramente hastiado y cansado de la política y los políticos, quizá debería plantearse como mejor opción la del «voto nulo» considerándola como aquella más viable para expresar su descontento y desilusión —sea de la índole que sea—, toda vez que la abstención, en nuestro esperpéntico panorama político, siempre será  interpretado —repito— por las élites y sus acólitos medios de información en el sentido positivo de aceptación del sistema, y el voto en blanco en realidad lo único que conseguirá será perpetuar lo que en esencia pretendía derribar.

Así que en definitiva, entre votar y no votar, parece que siempre será mejor la primera opción, porque es la única capaz de expresar realmente nuestra voluntad. El sentido del voto, tanto si es participativo, de construcción de representación política, como si es negativo, de rechazo a lo establecido, eso debe decidirlo el elector. Pero eso sí, con criterio, esto es, sabiendo lo que conseguirá con su decisión.

Mariano Velasco Lizcano

Doctor en Ciencias Políticas y Sociología