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EL PROTAGONISTA DE ESTE REPORTAJE.
Bernardino López Ibarrola nació en 1929, un año marcado por el crack bursátil de Wall Street que últimamente, con la crisis mundial que tenemos encima, ha hecho volver la vista atrás de economistas y expertos. Nada del jueves negro sabía entonces nuestro protagonista. La suya fue una más de aquellas infancias austeras de la posguerra española llena de días grises que no se diferenciaban mucho unos de otros. Con todo y con eso, hubo también sitio para la alegría. Ahora que José Luis Sampedro se ha marcado dulcemente, como él quería, igual que un río desembocando en el mar, no está mal recordar la historia de este hombre que muy bien podría haber sido uno de los protagonistas de las páginas ya inmortales del escritor finado.
El próximo 23 de julio Bernardino cumplirá 84 años. Es buen conversador y le encanta contar lo que sabe, que es mucho. Vive en el 12 de la calle de San Bernardo. Curiosa coincidencia. Desde la balconada de su casa ve pasar, sin prisa pero sin pausa, el verde o el ocre, según el día, del Tajo. Al pie de su vivienda, que tiene dos niveles aprovechando la caída hacia el río, está la nave donde aún trabaja por las mañanas, y más abajo, su huerto primero y el espejo de su simetría en el cauce después. "Me gusta tocar la madera. Labro piezas que luego regalo a mis hijos. Especieros, perchas, marcos para los cuadros... Todo lo que ven mis ojos, lo puedo tallar", asegura. Es hábil con las manos, tiene buena cabeza, y conserva todavía una porción considerable de su fuerza de mozo: "De joven levantaba en volandas el yunque de la fragua que pesaba 100 kilos".
Bernardino puede pasar horas hablando del antiguo molino de Trillo, que mezclaba, como su vida, el agua y madera. En torno a los dos elementos giró, y gira todavía, su devenir trillano. Le apasionan los mecanismos precisos de martilleo constante a los que la corriente del Cifuentes daba su poder. No en vano, nació allí mismo. "Me gustaba verlo funcionar. La maquinaria no se movía por peso, sino por altura. El agua transmitía su fuerza a los rodeznos, unas ruedas hidráulicas de paletas curvas y eje vertical, pegaba en los álabes y de ahí, a la piedra de moler. Para evitar que los engranajes de la parte superior se rompieran, llevaban de madera un diente sí y el otro no. Además de moler el trigo, también daba luz al pueblo", explica el trillano.
DUROS AVATARES
La cosa se pone interesante. Subamos, aguas arriba, por el río de la historia de Bernardino. "Cuando yo era chaval, la vida era amarga". Su voz seria deja entrever la dureza de los avatares. "Me quedé huérfano de padre con 18 meses. Murió a los 29 años". Isaías López Pérez había combatió contra las huestes marroquís de Abd-el-krim en el desastre de Annual, en 1921. A su vuelta a Trillo tuvo varios oficios. Trabajando como obrero, precisamente en el molino, le sobrevino un infarto que se lo llevó en el acto. "No supieron nunca a ciencia cierta qué le pudo pasar. Entonces no había autopsias", cuenta su hijo muchos años después de aquella desgracia. A su única hermana y a él los criaron sus abuelos maternos, "dos personas maravillosas", y su madre, que "se puso a servir para sacarnos adelante". Frescas en su memoria conserva imágenes de la Guerra Civil. Estalló cuando Bernardino tenía siete años. "Parece que estoy viendo caer otra vez un obús encima de un camión cargado de naranjas Se desparramaron todas y llegaron rodando hasta el puente". Un rato de silencio habla bien a las claras de la intensidad de los recuerdos, que se quedan dentro. "Después de la Guerra, fui poco a la escuela. Tan pronto había maestro como no había. Así que lo poco que sabía era lo que me enseñaron mis abuelos. Después, la vida me obligó a aprender las cuentas, porque estuve mucho tiempo cubicando madera de pinar en chopera, y aún después fui muchas noches a la escuela de adultos". Seguro que por eso está tan orgulloso de tener un nieto licenciado en Ciencias Físicas.
Con catorce años Bernardino se hizo peón de la construcción para un contratista llamado Vicente Fuertes del Toro "que me dio de alta en la Seguridad Social, cosa que no me esperaba", recuerda agradecido. Su misión era subir el agua "a cubos" a los albañiles para hacer el cemento. Durante tres años su sudor ayudó a levantar el Sanatorio Leprológico. Cuando terminó la obra, empezó en el campo. Con diecisiete primaveras alquilaba su brazo al mejor postor como jornalero. "Tan pronto me llamaban unos como otros. Nunca dije que no a ningún trabajo, por duro que fuera. No quedaba más remedio que pasar calamidades", reconoce. Al acabar el tajo, Bernardino jugaba con sus quintos, "todos buenos amigos míos", a la pelota a mano en el frontón del pueblo. "Solíamos apostar un porrón de vino". Las seis pesetillas al mes que ganaba entonces no daban para mucho más. Lo suyo era el saque, demoledor, y la pegada, con la derecha y con la izquierda. Memorable aquella vez que "se la echamos a los de Sacecorbo, y les ganamos". Hace relativamente poco, el trillano logró su segunda gran gesta deportiva. Con ella terminaremos.
UNA VIDA DEDICADA A LA MADERA
Bernardino dedicó la mayor parte de su vida laboral a la madera. Con 24 años lo contrató una empresa de Torrente, en Valencia, que se dedicaba a la tala y carga de árboles por toda España. Trabajó como maderero hasta bien pasada la cuarentena. Entonces no había sierras mecánicas. Los leñadores cortaban los árboles con hacha y tronzador, que es una sierra grande con dos mangos. "Más que fuerza, hacía falta fuelle para no bajar el ritmo de corte". Tirar un árbol como hay que hacerlo tiene su ciencia. "Hay que hacerle la caída, y, si hace falta, forzarla con cuerdas para que el tronco ceda donde quieres", explica Bernardino. Duro era serrarlos; cargarlos, aún peor. "Las pasábamos negras", explica. Para tan ingrata tarea utilizaban rastreles, ganchos y sogas, y músculos, brazos y hombros. "Como digo, yo he desarrollado mucha fuerza. Era el capataz, pero no me importaba arrimar el hombro para echar al alto los palos", dice. La precaución y saber hacer eran la mejor manera de prevenir riesgos. "Nunca tuve, ni vi, ningún accidente de trabajo", presume. Sólo una vez un chopo traicionero, en Gárgoles, a la orilla del Cifuentes, le jugó una mala pasada. "Partió mal, cuando no me lo esperaba. El palo me levantó del suelo y me cambió de orilla del río", recuerda.
El frío era lo peor de aquel oficio. "El invierno era matador. En los primeros años, y sobre todo en verano, dormíamos al raso, recostados sobre una pared", cuenta. Bernardino ha talado choperas y pinares en Cuenca, Teruel, Salamanca y también en nuestra provincia. "Con la madera hacían palés de obra en la fábrica de Valencia".
Lo que nunca le faltó fue la comida: "Trabajábamos, pero comíamos". No era precisamente un manjar lo que más le gustaba al trillano. Eran las gachas, que muchas veces comió en el campo. "Cuando mejor me sabían era cuando las hacíamos en una armonía de toda la familia, en las navidades", sentencia. Como caporal, Bernardino tenía que reclutar leñadores en los pueblos a los que iba. Con el tiempo llegarían los tractores y las plumas para cargar los troncos que hacían el esfuerzo más llevadero. Su oficio y habilidad hicieron que durante muchos años se encargara de delimitar con barreras de madera el recorrido de los encierros y el perímetro de la antigua plaza de toros de Trillo. "No soy un gran aficionado taurino, pero en mi pueblo, me gustan", dice.
La última parte de la vida laboral de Bernardino tiene que ver con la Central Nuclear. Contratado por Ferrovial, ayudó a construir sus viales. El trillano se jubiló hace quince años como encargado en la empresa responsable de la limpieza de las instalaciones.
Un capítulo muy especial de su conversación quiso Bernardino dedicárselo a su mujer. Su muerte, después de largos años de enfermedad, es otra de las heridas que su rostro grave deja entrever. "Te voy a hablar de ella. Se llamaba Micaela Sancho. Nunca tuvo buena salud. Estuvo mucho tiempo enferma, sufriendo y con dolores. Cuando me tenía que marchar a trabajar, llevaba conmigo el sentimiento de que la dejaba en casa mala. Todo lo que he tenido lo he dado por sanarla. Murió hace cinco años. Era una mujer extraordinaria, muy abierta. En cuanto se encontraba un poquitín mejor, hacía reír hasta las piedras".
Pero para terminar el cauce, bueno será dejar el gusto dulce, como el del Domingo de Resurrección, o como el de las torrijas con azúcar y miel en la Semana Santa. "Ahora todavía juego a los bolos billa", explica. En una de las últimas competiciones que se organizan para los mayores, en la segunda tirada de una de las eliminatorias, "me quedaban dos bolos de pie". Había que tirar la billa de madera, y dejar uno solo. "Cayó el delantero, el de detrás ni lo toqué". Asoma entonces una sonrisa franca. Su buen tino arrancó el aplauso de compañeros y rivales.
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