Confesiones| Gloria Gallas

Debía reconocer la enorme experiencia de mi principal oponente en la aprendida cualidad de desviar sus traperas con sonrisas. Todos las conocíamos y casi todos habíamos pasado por el mismo proceso: primero te encandilaba; luego, algo en tu interior te situaba en un incómodo estado de alerta. La caída definitiva de la máscara convertía el proceso en algo burdo, un cómo no me di cuenta antes mezclado con un desprecio por el contenido proverbial del ser humano.

Yo era experto en esconder mis verdaderos sentimientos, lo aprendí de niño. Aparentaba cariño, simulaba dolores en los costados, le sonreía a los profesores que odiaba profunda y definitivamente.

La tercera candidata prefería centrarse en la defensa de pilares fundamentales que ella misma fulminaba en su vida diaria, los hacía trizas, el templo se derrumbaba, el viento frío y húmedo del poniente arrastraba las cenizas pero ella allí estaba, impertérrita, cálida, mostrando la dicha de una bella estampa, feliz de poder trasmitirla a sus semejantes.

Pero mi favorito era el más grande entre los grandes, el apolo de la moral, el dueño de la bondad, la fuente incesante de la generosidad, el tío más mezquino, ignorante y malvado que he visto pisar la tierra. Y he visto a muchos en mi partido. Y a muchas.

Aprendía cada día un poco de cada uno. Con las mujeres me resultaba más difícil porque sentía inalcanzables sus simulaciones con esa mezcla de perfume y de sensibilidad de carmín y polvo inasible.

Algunas veces me preguntaba de qué cojones me servía a mi aprender todas esas mañas para mantenerme vivo en la competición: no eran naturales, quiero decir, fuera de ese mundo aquellos papeles solemnes resultaban absolutamente inservibles, me llenaban de sombras el corazón: ¿el corazón? ¿el alma? ¡qué lejanos conceptos sobre los que fingir la paz interior!, un sin que se note atildado, mi traje, mi corbata, mi camisa, mis impostaciones, el ritual fulminante de mostrar mi rostro desnudo y mis ojos limpios. Mi yo brillante.

Éramos unos artistas podridos por dentro. Algunos animales, perros sobre todo, lo intuían y nos mostraban los dientes cuando intentábamos, por interés, acariciarlos. Los bebés lloraban, las rosas se marchitaban en nuestras manos, la vida real nos rehuía. ¿La vida real? ¿Cuál es la vida real?

Gloria Gallas