Casualidades de la historia (y II)

En el artículo anterior terminaba “la Historia” y en éste comienza “mi propia historia”.

Hace unos meses vino a residir un nuevo vecino en la urbanización de un pequeño pueblo de Segovia donde mi familia tiene una casita y, como es de recibo en persona educada, se acercó a presentarse como tal. Desde dicha fecha, han sido numerosas las oportunidades que hemos tenido para conocernos mejor en varias facetas personales, desde las aficiones deportivas hasta las culinarias, pasando por las culturales y ¡cómo no! las políticas; poniéndose de manifiesto afinidades y diferencias, pero siempre dentro de un marco de corrección y, desde luego, de mutuo respeto.  

Un día que regresaba de pasear a sus perros, me llamó para que le acompañara a su casa con la intención de darme un libro que había escrito un tío abuelo suyo. Le di las gracias y regresé a mi vivienda dispuesto a hacer un ímprobo esfuerzo para leerlo y expresarle mi opinión al respecto, impelido por la imposición del aserto “nobleza obliga”. Lo dejé sobre una mesita que tenemos en el jardín debajo de un frondoso árbol para que, sabedor del largo tiempo que iba a permanecer en la misma postura, el sol no dañase una portada que, como el resto del libro, era un tanto rudimentaria. 

Una vez realizados los ejercicios de meditación pertinentes para acometer la ardua tarea de irrumpir en la lectura del tocho que había dejado en reposo, me acerqué a la mesita en cuestión con pasos quedos pero decididos y con sumo cuidado (cómo el que no quiere la cosa, vamos) lo cogí entre mis manos y leí el título: ¿Para qué? Y, seguidamente el autor: Juan Antonio Ansaldo. ¡Coño, el piloto sibarita!, exclamé con tal vehemencia que dos palomas torcaces que reposaban en una de las ramas del árbol emitiendo un elocuente gorjeo, de súbito emprendieron un trepidante vuelo, posiblemente sin retorno. Lo siento.

Me puse a leer el libro con un inevitable recelo debido a la subjetividad partidista del autor, al pertenecer a los militares sublevamos contra la república y formar parte del ejercito llamado nacional comandado por Franco. Un craso error del que me di cuenta al pasar solamente unas pocas páginas, lo que me animó a continuar leyendo con fruición y, en efecto, a constatar que Ansaldo ponía al Caudillo “Chupa de dómine” que diría un cultureta o “de vuelta y media”, “a caer de un burro” o “de hoja perejil” que apuntaría un castizo u otro en función de su lugar de nacimiento.

Como podrán entender, no pude esperar ni un momento para buscar en Google la historia del singular aviador, y como pueden hacer ustedes lo mismo no voy a detenerme a descubrirles la verdadera personalidad monárquica y las consecuencias de sus actos, llevado por el despecho sintió ante la clara decisión por parte del nuevo Jefe de Estado de no recuperar la Monarquía para España y su huida a Francia en 1943, para poder comentarles algunas curiosidades del repetido libro.

El texto es del tipo autobiográfico, si bien está dividido en dos partes distintas: una cuyo narrador es un perro de nombre Tarín, que nos cuenta las vivencias de sus propietarios Jan y Plon, ambos pilotos de aviación, y otra el epílogo, en que ya se relata los aconteceres de aquellos años en primera persona. Durante el desarrollo de su contenido nos encontramos con hechos realmente interesantes, pero ya conocidos con distintas interpretaciones por las innumerables obras que tratan el tema de la guerra civil, pero lo que, según mi opinión, hace atractiva su lectura (además de las aportaciones personales del autor, claro) son las numerosas anécdotas no exentas de un fino sentido del humor que van apareciendo de vez en vez., como ésta que les voy a relatar:

“Con motivo de la boda de la hija de Franco, se organizó un fiesta de disfraces en los jardines del palacio del pardo. Por las puertas fueron apareciendo princesas, príncipes, hadas, arlequines, polichinelas etc., todos ellos retratados por un nutrido número de periodistas que habían acudido para inmortalizar el destacado evento. Entre tanto disfraz a cada cual más estudiado y caro, les llamo la atención una mujer harapienta con un niño en su regazo a quien preguntaron de que venía disfrazada. ¡Del día de la madre!, contestó la aludida. La respuesta les dejó un tanto estupefactos, pero no tanto para no percibir la llegada de un hombre ataviado solamente con un mono. Al repetirle la pregunta, éste les contestó: ¡Del día del trabajo!, dejando sin palabras a los presentes y, además, sin capacidad de reacción al presentarse un tercero vestido con uniforme de camuflaje y cargado de armas por todo el cuerpo. Con evidente prudencia, le hicieron la pregunta de rigor y el guerrero les contestó: ¡Del día menos pensado!”

Ni mi admirado Groucho Marx lo hubiera hecho mejor. Genial ¿no?

Julio Magdalena Calvo.