Los últimos momentos de Juan Belmonte

“Las golondrinas asustadas levantaron el vuelo. El trueno de la detonación atravesó el aire y Sevilla se vistió de luto. El 8 de abril de 1962, Juan Belmonte, caía abatido por su propia mano”. Con estas hermosas palabras recordó el suceso Zabala de la Serna, en el cincuenta aniversario de su muerte. Belmonte desbordó a su personaje. Chaves Nogales, su creador, se quedó un poco huérfano al no haber podido, en su novela, incluir semejante suceso. Las espaldas que, como cimiento soportaron la construcción del edificio moderno del toreo, reposaron destensadas para la eternidad. 

Juan Belmonte García nació en Sevilla el 14 de abril de 1892. Sus comienzos en la profesión no fueron muy afortunados y se caracterizaron, precisamente, por sus reiterados fracasos. Su triunfo no llegaría hasta el 21de julio de 1912 cuando en su Sevilla natal se reveló como un torero genial, capaz de romper la hegemonía que, hasta entonces, ostentaban los “Gallos”. Desde ese momento su nombre está ligado al de Joselito. La competencia entre los dos toreros despertó las más encendidas pasiones. Juan y José elevaron la afición hasta límites insospechados.

La revolución belmontina dividió la España de pan y toros. Aquel hombre bajito y desgarvado fue capaz fue capaz de atraer a los intelectuales de la época. El hijo del quincallero dejó sin efecto lo que hasta entonces parecía ser el eje del toreo que no era, ni más ni menos que, “te pones ante el toro, lo citas, viene hacia ti y segundos antes de llegar te quitas, si no, te quita el toro…” A lo que Belmonte respondió: “Ni me quito yo, ni me quita el toro…” Ante aseveraciones como esta, lo más granado de las artes y las letras se reunieron en Madrid, en los Jardines del Retiro para homenajearle en una fraternal comida en la que se puso de manifiesto que las artes son todas hermanas y que capotes y muletas, cuando se manejan con sensibilidad, como lo hacían las manos y el corazón heroico de Juan, había elevado el toreo a esa categoría. En la comida, Valle-Inclán le dijo: “Juan, sólo te falta morir en el ruedo”. “Se hará lo que se pueda”, contesto el torero.

Su presentación en Madrid tuvo lugar 26 de marzo de 1913, con Francisco Posada como compañero de cartel, con quien formó pareja durante los primero tiempos de novillero. En esta época las cogidas eran el pan de cada día de Belmonte, de tal forma que solo pudo cumplir una tercera parte de sus contratos. Sus percances no mermaron sus valor, “aprendo de ellos”, comento en más de una ocasión. Tomó la alternativa el 16 de octubre de 1913 en Madrid al cederle Machaquito la muerte del toro Larguito, de Olea. El testigo fue Rafael El Gallo. Esta corrida se recuerda por la bronca, casi ininterrumpida, en que transcurrió toda la lidia, como consecuencia de los muchos toros que hubo que sustituir.

Con la aparición de este torero sucedió algo extraño, insospechado, que podría llamarse elogio de la fealdad. El feísmo se hizo categoría estética. El desgarbo, el retorcimiento, el parón tancredista y apayasado y, a la vez, la suavidad, el temple y la técnica, estaban en Belmonte y eso le hizo ser el gran señor del toreo, el gran revolucionario, el primero que hizo cambiar al toro su recorrido.

Mientras vivía Joselito y alternaba con él, los dos eran únicos, estaban solos. Juntos y solos ante cada uno de sus toros. José murió en la plaza de Talavera y a Juan ningún toro pudo herirlo de muerte en los ruedos. Al morir Belmonte iba a cumplir 70 años, es decir que sobrevivió a Joselito casi medio siglo. 

Murió en Sevilla, en su cortijo de Gómez Cardeña, cerca de Utrera. La noticia llegó a Madrid de forma distorsionada. Dijeron que se había caído del caballo, o por una escalera, que le encontraron desmayado en su despacho, etc. etc… Pero, ya lo sabéis, fue un suicidio. Esto último sorprendió a muchos, a otros no tanto. Los que le conocía bien nos hablaban de su carácter solitario, apartado, alejado incluso de sus familiares. Solo, a cuestas con sus recuerdos. Una crónica sevillana aludía a esta soledad calificándola de angustiosa, y la comentó en tonos retóricos de elegía. La versión del suicidio era cierta. Pero se la ocultaba pudorosamente, hipócritamente, para no escandalizar con ella. Y también para que sus pomposos funerales públicos no hubieran tenido que sufrir menoscabo.

Incluimos en esta crónica una joya: el video de los últimos momentos de Juan Belmonte. Ya hemos hablado de ello: Belmonte, tras un tentadero de machos, intentó subir a su caballo y no pudo. Su mayoral quiso ayudarle, pero rehusó su ayuda. Subió a su despacho, encendió un habano, concluyó la lectura de su último libro, escribió una carta a su amante, abrió el cajón de su mesa, saco el pequeño revolver y…

Ángel Alcalde