La muerte de un león

El “Tío Mónico” nació hecho un león, pero no sabía que ese sería también su final. En los años 30, lo parieron en Cuenca y vivió su niñez entre la miseria y las balas. Su contexto de pobreza no contuvo su energía y buen humor. Nada ni nadie impidió dibujar en su rostro una sonrisa amable y la mirada franca de un labriego cuyas únicas heridas las causaron el sudor del trabajo de sol a sol. 

Consiguió con el paso de los años lo principal: subsistir en la posguerra. Después, calladamente, labrarse un pequeño porvenir obrero que le dispensó una modesta paga, casa, novia honrada y una discreta familia en la que volcó su tiempo. Su mujer, su único hijo…nietos.

Disfrutó como cualquier español medio los placeres de la España en reconstrucción: la primera televisión en blanco y negro, la nevera, cuatro muebles y las cinco noticias del Parte de las nueve de la noche, precedidas de los anuncios del brandy Fundador. Después, tele en color de 25 pulgadas y nietos a los que regaló con creces parte de su tiempo y bienestar ganado sin atajos. 

Iba poco por el bar del pueblo. No era su sitio. Tampoco frecuentó la Iglesia porque si Dios existiere tendría una capilla abierta en su corazón. Nunca se le escuchó palabra más alta que otra, sin perjuicio de defender lo suyo –su dignidad y nobleza humana- con sus hechos, con palabras medidas y un semblante amable multiplicado. Las habladurías, chismes y monólogos no fueron su género.

Cuidó y derramó parte de sus horas con su nieto que nació con capacidades mermadas para la relación con el común de sus semejantes. Trastorno autista, decían. El “Tío Mónico” puso siempre por delante el paso de su mujer, a la que respetó hasta la muerte, al suyo propio. 

Hasta maduró y planeó su fin y, octogenario, decidió no incordiar a su hijo. Dispuso el lugar de su hora final en una sepultura de su pueblo natal en la que ya aguardaba su difunta. Incluso decidió la residencia de mayores en la que pasar sus últimos días hasta su muerte. En Madrid, en Aluche, cerca de su hijo.

Lo único que no predijo el Tío Mónico fue el nubarrón del final de sus días. Una epidemia que se coló en medio mundo, pero también entró en su residencia de mayores. El bicho cegó la pequeña y única relación que le quedaba con su familia. Empezó a ver sin aliento como los días y sus compañeros de juego iban desfilando con los pies por delante. Ni un amigo, ni un familiar, ni una palabra, ni una sonrisa, ni un abrazo … solo la agonizante y cadente goteo a de un suero intramuscular. Se dejó ir sin ruido ni lloros.

La vela se apagó. En el pueblo supimos de él cuando, siete días después de su muerte y tras una confusa trazabilidad, llegaron las cenizas procedentes de un crematorio de León. Clandestinas tañeron las campanas de la torre.  “Quién se ha muerto”, preguntaron curiosas dos vecinas por la ventana. Nadie. No se sabe.

Dos personas provistas de pala, llana y soga con la que mover la lápida, un orondo sacerdote con su hisopo y el conductor de un furgón castellano en posición de firme fueron testigos del último trance.

Triste existir el nuestro cuando a aquella generación que nació entre balas y miseria la despedimos como si fuera un paquete de mensajería extraviado. Si importante es la atención cuando llegamos a un hospital o a una residencia de Mayores no es menor el modo en que somos conducidos al campo santo. Mónico nació león y así muere.

Luis Peña