Primero vino a casa Robin. Llegó con poco más de un mes y en pocos días supo que era de la familia. Se meaba en los rincones más oscuros. Le salía un hilillo y luego me miraba porque no sabía si aquello estaba bien. Su instinto le decía que uno no suelta lo que engulle donde vive. Pronto aprendió a realizar sus necesidades fuera de casa. Era un reloj. Su naturaleza se las dictaba con una puntualidad inglesa. De mozo me salió enamoradizo. Gemía de deseo cada vez que vislumbraba una hembra. Me miraba como incitándome a que fuésemos allá de ronda, pero como las mozas perrunas eran esquivas, tal la pastora Marcela, pronto dejó el galanteo romántico para seguir solo la persecución del celo. A me me aceptó de jefe enseguida. De cachorro lo cogía con mis manos como si fuese la madre. Lo trasladaba de aquí para allá y entendió pronto mi autoridad que con el tiempo fue respeto, y más tarde amor, pues no tengo ninguna duda de que ese perro me amaba.
Sufría mi dolor y se alegraba de mis buenos momentos. Mi melancolía la derrotaba haciéndome payasadas o lamiéndome hasta que pudiera sacarme una sonrisa. Con mi hijo se dedicó al colegueo. Era verle aparecer por la puerta y pensar que se abría el periodo del juego. Tenía sus juguetes preferidos. De tanto trajinarlos enseguida parecían viejos. Tan seguro se sentía con ellos que de mayor todavía dormía con alguno a su lado. Una maldita leishmaniasis lo apartó de mi lado. Aún no había cumplido los ocho años. Tengo como uno de los días más amargos de mi vida el que tuve que llevarlo al veterinario para que dejase de sufrir y cerrase los ojos para siempre. A veces pienso en él. Le he dedicado un poema en El sueño de la vida que se llama Se abre una puerta. Entre los deseos de mis rezos está el de volverlo a ver junto con las personas amadas que han iniciado su viaje sin retorno.
Luego llegó Blue. Lo encontró mi otro hijo en el contenedor de la basura una noche. Sintió unos gemidos y hurgando entre los desperdicios vio un cachorro. Se lo llevó a casa y durante un tiempo estuvo con Robin. Tenía los ojos azules. Era salchicha, pequeño y largo, una mezcla de no sé qué razas, pues ninguna predominaba en su cuerpo. Tenía el alma vagabunda. Era lamedor hasta cansarte. Sobón, agradecido, protestón sin remedio. Se volvió alma gemela de mis hijos y siempre estaba encima, ofreciendo la barriga, abriendo la boca en lo más parecido a una sonrisa.
Murió de un malvado tumor. Lo intentamos todo pero fue imposible salvarlo. A veces imagino que está donde Robin jugando como cuando era cachorro. No sé si será así pero me gusta pensarlo. Ahora está aquí Woody. Lo trajo mi mujer. Es blanco como el algodón. Sus ojos son negros como el carbunclo y es listo como el hambre. Lo quiero como algo grande de mi vida. No entiendo que haya quien los abandone o cuelgue de un olivo. Esos son mala gente que camina y va apestando la tierra, como dice el poeta. Manuel Juliá
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