DCLM.ES · OPINIONES · Lorenzo Sentenac
Propio es de las utopías no cumplirse. O cumplirse solo a medias. O incluso ir a parar al extremo opuesto del espectro y convertirse de un día para otro en distopías.
Por eso quizás un rasgo atractivo del conservadurismo (uno de los pocos que tiene) es desconfiar de un axioma poco fundamentado: que el futuro mejora siempre el presente, y este a su vez mejora siempre el pasado.
Es una hipótesis plausible, sin duda, pero no siempre se ve confirmada por los hechos.
Este espejismo de mejora inevitable ocurre porque en el tiempo vemos una flecha que vuela siempre en la misma dirección. Y sin embargo el futuro de todos los futuros, al menos en un sistema cerrado como es el Universo, es la entropía máxima, es decir, el máximo desorden que podemos igualar al caos. En realidad la civilización (que en esto imita a la vida) es un equilibrio inestable que navega a contrapelo y le hace burla a esa corriente que avanza hacia el desorden final, cuando el frío definitivo se adueñe de todo.
Así visto y desde esta perspectiva que une la física con la cultura, un orden más o menos estable, no quieto ni inmóvil, sino flujo en equilibrio, puede ser un bien y el “conservadurismo” por tanto puede defenderse como una actitud razonable.
A su vez esto introduce dudas (o empuja a una mayor reflexión) sobre el concepto hasta ahora indiscutible de “progreso”, pero también nos permite descubrir la “involución” que esconde el concepto de Historia finalizada.
Parece necesario hoy más que nunca trasplantar el concepto ecológico de “equilibrio” a la propia civilización y a la propia sociedad, que hoy ya se sabe dependiente de su entorno natural. Un equilibrio dentro de otro equilibrio.
Visto el aspecto positivo del “conservadurismo”, más difícil e improbable es que "derecha" e "izquierda" se pongan de acuerdo en aquello que debe conservarse. Diríamos que cada una de estas franjas del espectro político adopta una forma específica y diferenciada de "conservadurismo". Y es que por mucho que se empeñen algunos, que se sienten incómodos con la complejidad, "derecha" e “izquierda" siguen existiendo, y esto a pesar del totalitarismo tecnócrata de “centro” (en realidad derecha camuflada) empeñado en imponer su catecismo para tontos, basado en un artículo principal: “no hay alternativa”.
La realidad sigue existiendo de la misma forma que sigue existiendo la Historia, que como siempre discurre con alegrías y disgustos, con duelos y quebrantos.
La realidad, lejos de disolverse en lo virtual, aprieta hoy como ayer con mano sólida y compacta.
Para la derecha, probablemente, los derechos laborales, los servicios públicos, las pensiones, o los equilibrios ecológicos y la salud del planeta, es algo de lo que podemos prescindir. No son algo que merezca la pena conservarse. Por eso su propuesta es tan disolvente y peligrosa, ya a escala global y ecológica.
Y al contrario, para los “conservadores de izquierda” estas son las cosas que es importante o incluso imprescindible preservar, mientras que sin ningún problema y casi con alivio podemos prescindir del poder de la iglesia en el seno de una sociedad laica, y de la monarquía en el seno de una sociedad libre y democrática.
Para el "centro", por otra parte, lo que hay que conservar es la máscara, en el sentido de que nuestro centro siempre ha sido una derecha camuflada. O incluso, a partir de los años ochenta, una derecha radical, a la que ningún maquillaje oculta ya su verdadero rostro.
Este “centro” tan escorado a la derecha, o esta derecha tan bien camuflada en el centro, está convencida de que el destino de los ciudadanos es ser engañados una y otra vez. De ahí su aprecio por el camuflaje.
Por eso no cabe apreciar grandes diferencias en las políticas que en las últimas décadas han implementado PP y PSOE en aspectos cruciales como los derechos laborales. Si acaso, y por poner un ejemplo notable, el PSOE ha sido el vehículo principal para introducir los abusos laborales propios de la empresa privada, en la Administración pública. Fundamental ha sido su acción (con la colaboración de los sindicatos afectos) para dar por bueno, y durante tanto tiempo, el abuso de la temporalidad cristalizado en el macro-abuso de los interinos.
Sobre esta diferencia de criterios, normal en casi todos los periodos históricos, vivimos ahora un tiempo de especial incertidumbre, de cambios radicales que no sabemos si son necesarios o si obedecen a determinados intereses. Nos acucia la duda de si evolucionamos o involucionamos, si debemos acelerar o parar en seco, precisamente porque no todos coincidimos en lo que hay que conservar y aquello otro que como lastre superfluo y cargante podemos echar por la borda.
Que cambiamos está claro que cambiamos. Lo que no está claro es que cambiemos para mejor y en óptimo equilibrio, o para peor y dando tumbos de borrachos. Umberto Eco en su libro “A paso de cangrejo” sugería que retrocedemos y caminamos hacia atrás, perdiendo parte importante de lo ya conseguido lentamente con pico y pala.
No hay consenso y por ello mismo sigue habiendo alternativa. Margaret Thatcher fue muy torpe (o sectaria) cuando afirmó lo contrario. La Historia, hoy como ayer, siga discurriendo y desplegando su duda dialéctica.
Probablemente el consenso neoliberal y el fin de la Historia es la mayor tontería y simpleza que ha parido la mente posmoderna.
La afirmación de que la Historia se había detenido, una de dos: o era una noticia falsa, o era una estrategia política. Aunque probablemente era las dos cosas al mismo tiempo.
Hasta hace poco proliferaban las ensoñaciones utópicas sobre nuestro futuro aliviado por los robots y las máquinas inteligentes. Se nos anunciaban tiempos felices (que debían caer por los tiempos de ahora) en que nuestra sociedad habría evolucionado, gracias a esa ayuda tecnológica, a una sociedad libre y sabia, liberada del trabajo y entregada al “ocio creativo”. Una especie de nueva Atenas disfrutada gozosamente por hombres libres y sabios y cuyo mantenimiento y carga más penosa recaería en las máquinas y los robots.
No está claro, a la vista de los hechos palpables, que los tiros vayan por ahí o que esos sueños no conlleven sus correspondientes pesadillas.
En el documental "Ladrones del tiempo” (2018), de la directora Cosima Dannoritzer, vemos cómo la utopía tecnócrata y su eficiencia perseguida a cualquier precio (incluso el inhumano), se convierten fácilmente en pesadilla y trampa.
Ahora resulta que en nuestro tiempo de ocio y de forma gratuita trabajamos para las maquinas (y sus dueños), y en las gasolineras somos nosotros los que nos manchamos y rellenamos el combustible, y en los hipermercados hacemos de cajeros vertiendo nuestras compras en el regazo de máquinas inteligentes (que nos aplauden) y tecleamos con temor a confundirnos y no estar a la altura de la máquina, entrenados en un santiamén por un empresario global e invisible. Parte de nuestro ocio se va ya en trabajar gratis en beneficio de aquellos que, ahorrándose puestos de trabajo, engordan de forma imparable sus beneficios.
¿Que así nos sale más barato el producto de nuestra compra? En un sentido amplio cabe dudarlo.
Y además aquel “ocio creativo” que leíamos en tantos autores optimistas ¿para cuando se espera? Lejos de estar ya liberados del trabajo, vemos ahora que en España nuestras obligaciones laborales se alargan unos cuantos años más.
Seguimos bregando a la desesperada para evitar que el viento nos arrastre y la entropía nos deshaga. Y ahora ya incluso con achaques de vejez.
Si quieren otro ejemplo de esta pesadilla futurible ahí está, con mayores dosis de fantasía pero no menos siniestra, la película “Vivarium” (2019), del director Lorcan Finnegan. El confinamiento como premonición, y no precisamente como medida preventiva y saludable.
Lorenzo Sentenac
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