El arte de perder no es difícil de aprender

Por César

21.07.2024

Había una vez un verso que perdió a toda su familia. Miraba para abajo y no encontraba nada: ¿dónde se han ido todos?, se preguntaba en silencio.

Pasaban los días y aquel primer verso dictado por alguna musa caprichosa se fue acostumbrando a su soledad: Al alba eran malva sus labios viajeros. Eso era todo.

Para tratar de entender mejor su situación, supuso sin egoísmo, que, en su interior, entre sus siete palabras, se encontraba el germen del poema completo perdido en alguna parte del universo. Eso era él después de todo, el universo.

Una tarde de siesta de verano, aquel verso solitario soñó con Elizabeth Bishop, la niña que antes de cumplir un año de vida perdió a su padre y cuando apenas tenía cinco años, su madre fue internada en un psiquiátrico. Supuso que aquella niña miró para abajo y tampoco encontró nada. Pasaron los años. Un día la niña perdida levantó la vista y escuchó que alguien le decía desde arriba: “El arte de perder no es difícil de aprender”. 

Elisabeth tomó un papel, un bolígrafo y empezó a escribir: 

“El arte de perder no es difícil de aprender, tantas cosas parece que están hechas para perderse que su perdida no es ningún drama, pierde algo todos los días, acepta la molestia de las llaves perdidas, de la hora malgastada. Luego practica perder un poco más, perder más rápido, lugares, nombres, y adonde te disponías a viajar. Perdí dos ciudades hermosas y todavía más, algunos reinos que poseía, dos ríos, un continente: los extraño pero no fue un desastre…”.

A nuestro verso solitario le parecieron preciosas aquellas palabras de Bishop que, además, venían en su auxilio, perder un poema, perder un amor, perder un ser querido, perder la fe en creer y la esperanza en crear, un arte fácil de aprender. 

Fue entonces cuando se obró el milagro. Solo apareció un segundo verso pero al menos ahora ya no estaba tan solo:

Al alba eran malva sus labios viajeros.

Maduros de pasión, dignos, serenos.

César