El cesto y los mimbres

Por César Ortega

26.02.2021

En el colegio, una profesora de redacción nos propuso un ejercicio. Había que escribir un texto con estas ideas: un hombre, un camino, una casa y un perro. Yo escribí: un hombre iba por un camino con un perro y se encontró una casa.

Los mimbres

Dos metros de distancia dos yemas de dos dedos señalados dos refugios dos millones de hormigas dos palos de ciego dos jubilados desesperados dos peristilos flipados dos arcángeles alados un dos dos uno dos a dos empatados el tiempo en una esfera el tiempo en primavera el tiempo en movimiento el tiempo en una sala de espera dos corazones desmoronados dos pasos dos pasados dos imprevistos improvisados dos futuras locuras dos viajes dos virajes dos dátiles portátiles.

El cesto

Me apunté a un curso de lectura rápida y a las cuatro semanas llegué a leer setecientas palabras por minuto. Sin llegar a la aceleración patológica de la fuga de ideas, apliqué la fórmula con ligeras adaptaciones a otros quehaceres. Era tan eficiente que me sobraban las horas del día gracias a una coordinación felina entre mis órganos sensoriales y mis habilidades mecánicas. Yo misma estaba asombrada del notable aumento de mi eficacia y, lo que es más importante, de la actitud positiva que me llenaba de placidez ante cualquier tarea. Se acabó mi pésima relación con los objetos a los que increpaba cada vez que se caían al suelo. Ahora me doy cuenta de que no eran ellos los culpables sino mi falta de atención, mi mente dispersa.

Para seguir aprendiendo, nada es perfecto en nuestras vidas, los nuevos equilibrios nunca son eternos y suelen causar escenarios inestables que aparecen en el momento más insospechado. A mi me dio por una insatisfacción sentimental: necesitaba cariño. Analicé rápidamente la situación. No podía dedicarle una lectura trasversal a una relación amorosa, debía frecuentar también el mundo del placer, la reflexión serena de la contemplación. Pensaba sobre el mecanismo más adecuado para viajar de un estado a otro mientras releía la Montaña Mágica en una cafetería. Me encontré con el dedo de una mano de un brazo estirado de una persona, estira tu brazo me dijo, vamos a comprobar que estamos a dos metros de distancia. Lo hice porque me gustan los juegos de azar, nuestras yemas se rozaron con elegancia y placidez como en la Creazione di Adamo, ambos melancólicos y repantingados en nuestros asientos. El también leía un libro “La historia natural de las hormigas”, del naturalista francés Ferchaul de Réaumur. Nunca he leído nada sobre hormigas, déjamelo unos minutos si no te importa. Me fascinó la vida de millones de hormigas, unas catorce mil especies: se calcula, dijo, que hay en la tierra entre mil y diez mil billones de hormigas y que si pesáramos a todas juntas, su biomasa sería similar a la del peso de todos los seres humanos. Me contó como se reproducen las hormigas, el vuelo nupcial, la inseminación, la muerte inmediata de los machos y el entierro en vida de las reinas. Fascinante, dije yo ¿hay hormigas ciegas? La verdad es que ven muy poco y las que están en las zonas más profundas del hormiguero son totalmente ciegas. Mira, dijo. Dos mesas más allá se estaba besando en los labios una pareja de personas ciegas, no están guardando los dos metros de distancia porque son enamorados convivientes, dijo.

Así nos conocimos Mario y yo. Durante un largo tiempo dejé la lectura y la técnica de la comprensión intuitiva e híper rápida. Hicimos nuestro vuelo nupcial como dos arcángeles alados, Mario siguió vivo y coleando, yo me mantuve en la atmósfera del amor imperfecto, pasaron los días, llegaron los días. Como Dafnis y Cloe, construimos un hogar con parsimonia, una fuente, un peristilo y un jardín donde se daban cita en primavera rosas, lirios, jacintos y violetas: “En este jardín se reúnen bandadas de pájaros al amanecer, unos para alimentarse, otros para cantar; pues está enteramente cubierto y sombreado y regado por tres fuentes; si alguien derribase el vallado, creería ver un bosque sagrado”.

Esa mañana compré un dátil gigante en la frutería, carísimo dije, tiene wifi gratis, respondió el frutero. Cuando llegué a casa, Mario estaba escribiendo una historia en el ordenador sobre dos jubilados que se conocieron en la sala de espera del mismo médico de atención primaria, juntaron las yemas de sus dedos como en la pintura de Miguel Ángel y los dos corazones desmoronados volvieron a latir acompasados, ordenados como la vida en un hormiguero. Creo que se refería a mi en el último párrafo donde escribía: “Delicada y plumosa, me ofreció plácidamente su sombra como una jacaranda de ojos violetas”.

César Ortega