La pericia implacable de un tal Sanroma

No es nuevo ni original pensar que a veces la vida se encarga de ponernos en nuestro sitio, un rincón que al parecer merecemos según el sino, nuestro esfuerzo y nuestras capacidades. Debe ser que tenemos un lugar asignado o que en cada momento concreto debemos ocupar un espacio determinado sin osar salirnos del tiesto porque lo pagaremos caro. Y si damos un salto, debido a nuestra juventud, nuestra codicia, o nuestra concupiscencia, llega el Ángel de los Dominios con quien no cabe negociación, chantaje emocional, ni pamplinas, el golpe es rápido, preciso e implacable. Mi ángel fue un tal Sanroma. Yo me pensaba que era un as del futbolín, campeón de Ávila y provincia, una provincia amplia y variopinta, del Barco a Cebreros hasta Tiñosillos. Mi derrota fue fulminante: ¿quién era ese tal Sanroma?, pregunté intrigado a los presentes. Me aseguraron que se trataba de jugador muy vivo que solía frecuentar garitos y que, además del futbolín, era un as en otras disciplinas como el ping pong y el billar. Se trataba de uno de esos tahúres dotados de un físico perfecto para el regate en corto, delgado, nervioso, mental, certero como una flecha invisible. Su principal cualidad era la puntería letal, la pillería perfecta de pillar a su contrincante siempre desprevenido: ¡Hostias!

Luego nos vimos en algunos bares del barrio, él con sus gafas y yo con mi pelo imposible. Era un tipo mucho más complejo que el sospechado en un principio. Iba lleno de ideas que abarcaban muchos mundos, el arte, el cine, la pintura, la poesía, la dialéctica. Lástima que jugara tan bien al futbolín porque podríamos haber sido buenos amigos.

Kimi